(Publicado en República de las ideas, aquí)
¿Cuánto vale la continuidad de José Luis Rodríguez Zapatero en La Moncloa? Esa es la pregunta que, como negro presagio, inaugura un nuevo curso político marcado por el paro, el déficit, la deuda creciente y el desmoronamiento de las instituciones. ¿Cuánto vale? Valer, lo que se dice valer, vale poco; pero nos va a costar un Potosí. El presidente del Gobierno, ya en actitud descarada, está dispuesto a pagar cualquier precio por seguir siéndolo y los grandes buitres presupuestarios, tal que José Erkoreka, ya vuelan en círculo sobre su cabeza.
El espectáculo resulta, éticamente, nauseabundo; políticamente, desesperanzador; económicamente, suicida y apunta con señales de alarma la caducidad de nuestra vigente partitocracia.
A la presente legislatura le quedan todavía, teóricamente, dieciocho meses de vida; pero, dentro de los márgenes de la decencia política, es poco probable que el Gobierno consiga sacar adelante los Presupuestos para 2.011. Zapatero se ha quedado solo. Únicamente le queda el camino de Esaú, venderle su “primogenitura” a Jacob por un plato de lentejas; pero los “jacobes” de nuestros días, los nacionalistas vascos y catalanes, no se conforman con las legumbres, ni aunque se les añadan chorizo, morcilla y tocino.
Esa es la nuez de nuestro momento político. En una democracia asentada y madura, verdaderamente parlamentaria y solidamente representativa, los ocupantes de todos los escaños del Congreso coinciden en una doble intención, el bienestar de la Nación y la fortaleza del Estado. Sus diferencias son, básicamente, metodológicas y procedimentales. Cada uno de los grupos puede tener, dentro del objetivo común, distintas propuestas para su consecución. Aquí, en España, no es así. El objetivo es plural, diverso y hasta contradictorio y opuesto.
Cuando, por ejemplo, un diputado como Erkoreka le ofrece su apoyo al Gobierno, ¿lo hace en coincidencia finalista con él? Sabemos que no es así. Suponiendo que, más allá de su patológico egocentrismo, Zapatero pretenda el bien de la Nación no es ese, ni puede serlo, el deseo de quien se siente parte de otra Nación diferente.
Aquí, a poca seriedad que se exijan los dos grandes partidos mayoritarios, representantes de más de las cuatro quintas partes de los españoles todos, no es perpetuable la mentira creciente del pacto coyuntural con los nacionalistas que, sin engañar a nadie, se dicen secesionistas. Esa es un confortable pantomima para quien ocupa turno de poder; pero hay pactos, como los que ahora necesita el PSOE, que en sí mismos constituyen un gran fraude a los ciudadanos, una traición al espíritu y la letra de una Constitución, que, dicho sea de paso, esta clamando ya – aún en la inoportunidad del momento económico – por una revisión a fondo.
Esperar un gesto de grandeza por parte de Zapatero sería tan absurdo como esperar de Mariano Rajoy una idea concreta y una decisión drástica; pero, como decían los clásicos, tripas mueven pies. Las próximas elecciones autonómicas en Cataluña, a finales de octubre, marcan un punto de inflexión en las inercias vigentes que sería insensato no tener previsto. El Gobierno se debate entre la angustia de no poder sacar adelante el Presupuesto y la tentación de ponerle precio patriótico a cualquier colaboración y ayuda. Mal asunto. Lo lógico sería pensar en unas elecciones anticipadas; pero no van por ahí, en lo que tenemos visto, las ansias de poder que alimentan a Zapatero.
A ojo de buen tasador, la continuidad de Zapatero como presidente de Gobierno no vale nada. Es más, sería rentable para la Nación pagar algo por su salida anticipada de La Moncloa; pero esas cosas del poder no funcionan, solo, con los trucos del mercado. Lo único que, con solvencia, puede anticiparse, es que nos aguarda un curso político más incierto y empobrecedor, más tenso y difícil, que el anterior. Para abrir boca, tenemos una huelga general convocada para dentro de un mes.