
En Cuenca se ha instalado una pregunta incómoda que ya no se formula en voz baja: ¿por qué, después de tantos planes, discursos y promesas, la provincia sigue sin despegar? La respuesta no es nueva ni misteriosa. No está en la falta de recursos, ni siquiera en la despoblación como destino inevitable. Está, sobre todo, en cómo se gestiona lo público.
Porque Cuenca no tiene un problema de diagnóstico. Tiene un problema de decisión, ejecución y ambición.
Durante años, la gestión pública conquense ha funcionado como una maquinaria de supervivencia institucional: mantener estructuras, repartir equilibrios, evitar conflictos. Pero gobernar no es conservar; gobernar es transformar. Y ahí es donde el sistema falla.
Qué debe cambiar: las prioridades
La primera pregunta es elemental: ¿qué se está gestionando como prioritario?
Hoy, demasiadas energías públicas se diluyen en microproyectos simbólicos, eventos de impacto limitado o planes estratégicos que nunca llegan a convertirse en realidades tangibles. Se confunde actividad con progreso.
Cuenca necesita una redefinición radical de prioridades. No puede aspirar a hacerlo todo; debe decidir con claridad qué no va a hacer para concentrarse en lo esencial: conectividad real (física y digital), servicios públicos adaptados al territorio, vivienda accesible, economía productiva local y retención de capital humano. Sin estas bases, cualquier discurso sobre futuro es pura retórica.
No se trata de inventar nada nuevo, sino de asumir una evidencia incómoda: sin una economía que genere empleo estable y sin servicios públicos sólidos, no hay repoblación posible, ni cohesión territorial, ni igualdad de oportunidades.
Cómo debe cambiar: la forma de gobernar
El problema central no es solo qué se decide, sino cómo se decide.
La gestión pública en Cuenca sigue atrapada en inercias administrativas, redes informales y una cultura política que penaliza la iniciativa y premia la obediencia. El resultado es un sistema lento, temeroso y poco eficaz.
Es imprescindible profesionalizar la gestión. Separar claramente la dirección política —legítima— de la gestión técnica —competente—. Introducir perfiles de gerencia pública, evaluar resultados, exigir plazos y responsabilidades. Gobernar no es inaugurar; es ejecutar.
Además, persiste un caciquismo administrativo de baja intensidad pero alto impacto: decisiones que no se toman, expedientes que se eternizan, proyectos que se bloquean por miedo al conflicto o al desgaste político. Todo eso tiene un coste enorme, aunque no aparezca en los presupuestos.
A esto se suma otro lastre: la falta de coordinación institucional. Ayuntamiento, Diputación, Junta y Estado operan demasiadas veces como compartimentos estancos, cuando no como actores en competencia silenciosa. Cuenca necesita una agenda común, proyectos compartidos y responsables identificables. Sin cooperación real, no hay transformación posible.
Cuánto debe cambiar: la magnitud del esfuerzo
Aquí se comete el error más frecuente: pensar que bastan pequeños retoques. No bastan.
Para que Cuenca funcione de verdad, el cambio debe ser cuantitativo y sostenido. Hablamos de reorientar al menos una cuarta parte del gasto público provincial hacia proyectos tractores claros, concentrados y evaluables. Menos dispersión, menos parches, más visión de medio y largo plazo.
Los compromisos deben ser plurianuales, no dependientes del ciclo electoral. Diez o quince años de políticas coherentes, no cuatro años de anuncios y rectificaciones. Y, sobre todo, capacidad real de ejecución. Cuenca pierde oportunidades no porque falte dinero, sino porque falta estructura técnica, decisión política y valentía administrativa.
La no ejecución también debería tener consecuencias. No es aceptable que fondos disponibles se pierdan sin explicación, mientras el discurso oficial habla de oportunidades históricas.
El cambio cultural pendiente
Nada de lo anterior funcionará sin un cambio cultural profundo.
Cuenca arrastra una cultura política basada en la resignación, el “siempre ha sido así” y el miedo a incomodar. Pero el progreso nunca ha sido cómodo. Exige debate, conflicto constructivo y ciudadanía exigente.
La provincia no está condenada por su geografía ni por su tamaño. Está limitada por una baja ambición colectiva y una gestión pública que protege más los equilibrios internos que los resultados externos.
Una conclusión necesaria
Cuenca no necesita más promesas ni más diagnósticos. Necesita decisiones claras, gestión profesional y una apuesta sostenida en el tiempo. Cuando la administración deje de mirarse a sí misma y empiece a medir su éxito por el impacto real en la vida de la gente, entonces —y solo entonces— Cuenca empezará a funcionar.
Hasta entonces, seguiremos llamando “gestión” a lo que en realidad es mera administración del estancamiento.