(Publicado en El Mundo-Reggio´s, aquí)
CARTA DEL DIRECTOR
Lo que le ha pasado a Zapatero con Tomás Gómez recuerda tanto a su propia ascensión a la secretaría general del PSOE hace 10 años que no he podido resistir la tentación de volver a ver All about Eve, mi clásico de Hollywood favorito, un estudio a la vez chispeante y profundo sobre la fuerza de la ambición, los ciclos del éxito y el carácter circular de la experiencia humana.
Aunque se trate de un auténtico hijo de puta, pocas perspectivas puede haber tan atractivas para un story teller como la del crítico Addison de Witt (George Sanders), siempre asomado tras su platea o su mesa de restaurante con el sereno convencimiento de que su presencia en Broadway «es tan esencial para el teatro como la de las hormigas en un picnic». Y nadie discutirá que si hay un lapso de tiempo al que puede trasladarse la reflexión de otro de los personajes secundarios de que «en el teatro una vida es una temporada y una temporada es una vida», ese es el curso político. ¿O acaso no abundan en los grupos parlamentarios, las ejecutivas de los partidos y los cenáculos de periodistas y diputados los mismos «neuróticos, ególatras, inmaduros y niños precoces» que Addison ve a su alrededor? Levantemos pues el telón de la mano del gran guionista y director Joseph Mankiewicz.
All about Eve es la historia de la actriz Margo Channing (Bette Davis) que ya cumplidos los 40, y tras 20 años de éxitos, sigue haciendo papeles de jovencita. Siempre tiene detrás un cortejo de adoradores, fans y cazadores de autógrafos, pero el cinismo de la madurez le ha enseñado a ver en ellos «pequeñas fieras que corren en manada como los coyotes» y a empezar a sentir los aplausos como «algo que la gente hace mientras los pasillos van despejándose». Un buen día repara en una chica con aire tan desvalido como un bambi que siempre parece estar ahí, callada y sonriente. Se llama Eve Harrington (Anne Baxter) y cuenta cómo hace tiempo que sigue y admira a la gran dama, no perdiéndose ninguno de sus mítines; perdón, ninguna de sus funciones.
Ya en esa fase inicial de su escalada ella explica que «no distingue lo real de lo irreal» e incluso que «lo irreal le parece mucho más real que lo real». Una vez acreditadas tan óptimas condiciones para las tablas, la tribuna o determinadas carteras ministeriales, ya sólo queda esperar a que llegue su anhelada oportunidad cuando se produce un vacío de poder porque la titular no puede salir a escena. Eva ocupa su lugar, apartando a otras rivales con más experiencia, y triunfa representando su papel de forma «tan fresca, tan nueva, tan llena de significado» que su debut se convierte en algo «brillante, pleno de vida, de música y de fuego».
No creo que los asistentes a aquel congreso socialista de hace 10 veranos pongan demasiadas pegas para resumir con estas palabras de Addison sus recuerdos sobre la entrada en escena de Zapatero. Y tampoco me cabe duda de que, si vieran la película, Bono se sentiría identificado con la sustituta oficial a la que le birlan el papel en el último momento, y González con la Margo Channing obligada a responder con un rictus parecido a la sonrisa al reconocimiento formal de su sucesora. En sus oídos aún debe resonar aquel «gracias, Felipe» que en realidad quería decir: tu tiempo ha pasado, ahora llega el mío.
Lo siguiente es la carrera en pelo de cuantos forman el aparato -escénico- para adaptarse a la nueva situación. Dramaturgos, empresarios, productores, directores… todos se arriman al calor del sol naciente. En torno a Margo quedan algunos leales que pronostican melancólicamente que «el público pedirá que le devuelvan el dinero» cuando compruebe que ya no es ella la que actúa. Pero la mayoría busca con ahínco su lugar en la remozada corte, ansiosos por servir al nuevo ídolo como sirvieron al anterior, prestos a cometer las más bajas traiciones con tal de ser incluidos en el emergente centro de poder.
El magnetismo de Eva se basa aún en esa fase en la modestia y naturalidad con que asume el éxito. «Quiero escribir una columna sobre ti», le anuncia Addison. «No doy ni para un párrafo», replica. Todo en ella parece decir que nada la hará cambiar nunca. Basta leer en los labios de sus seguidores más entusiastas para captar su mensaje: «Por favor, no nos falles».
Pero los oropeles, los premios, las noches de éxito y también las reglas implacables de «esta carrera de ratas en la que todo el mundo es culpable hasta que no demuestra su inocencia» -Margo dixit– la van envolviendo y engullendo como a cualquier otra. Pronto los demás ven en ella a una manipuladora egoísta «capaz de quitarle a Abbot a Costello».
Eva ha llegado a la cima. Está como ella misma dice «al final de una vieja carretera y al comienzo de una nueva». Enseguida comprobará que cuando se ha subido tan alto ya sólo se puede descender. En un momento clave Addison la pone ante el espejo y lo que juntos ven reflejado es «desdén por la humanidad, incapacidad de amar o ser amada, insaciable ambición y talento».
Tal vez sea demasiado oportunista atribuir a Eva Harrington el síndrome de La Moncloa pero cualquier otra variante del mal de altura tiene efectos parecidos. La pérdida del sentido de la realidad es especialmente vertiginosa cuando se trata de alguien que ya antes había dado muestras de confundirla con sus deseos. Llega un momento en que no importa la verdad; sólo lo que se quiere creer.
Estamos en esas cuando una noche Eva se encuentra con una chica de Brooklyn que le dice que está preparando un trabajo «sobre la forma en que usted vive, los vestidos que lleva, los perfumes que usa, los libros que lee…». Se llama Phoebe y enseguida se vuelve tan cercana para Eva como ella lo había sido para Margo. La película termina con Phoebe delante de un espejo en forma de tríptico. Tiene entre las manos la estatuilla del último galardón recogido por Eva. La acaricia y la aprieta contra su pecho. Addison observa la escena subyugado a sus espaldas. «¿Te gustaría algún día recibir un premio como ese?», le pregunta tentador como una serpiente. «Más que nada en el mundo», responde Phoebe, ansiosa de poder dar cuanto antes su mordisco a la manzana.
Por bueno que sea este guión, las primarias de Madrid lo han mejorado. ¿Se imaginan la intensidad dramática que habría alcanzado la trama de Mankiewicz si Margo hubiera llamado un día a Eva al camerino, le hubiera dicho que tenía otra persona mejor para el puesto de sustituta en la función y le hubiera pedido que renunciara, mientras el resto de la compañía miraba por la mirilla y escuchaba tras la puerta? ¿Y cómo no habríamos podido ya apartar los ojos de la pantalla si ella se hubiera negado a acceder a la demanda de su mentora, hubieran convenido en dirimir la cuestión en una audición profesional ante un jurado de especialistas y Eva hubiera ganado pese a la irrupción de Margo y sus amigos en el patio de butacas para aplaudir sonoramente a la otra chica?
Ese ha sido el error garrafal, inaudito, inconcebible de Zapatero. Tomás Gómez era su criatura en el Partido Socialista de Madrid. Si lo que quería era sustituirle nunca debía haberse puesto en evidencia. Todo tendría que haber sido mucho más sutil. La candidatura de Trinidad Jiménez debió de haber madurado entre las bases, mediante la creación de un comité de militantes que la promoviera. Tenía que haber sido ella la que diera el paso adelante como si fuera cosa suya, creándole casi un problema al presidente. Luego, una vez convocadas las primarias, Zapatero debió mantener una exquisita neutralidad o, mejor dicho, aparentarla. Todos hubiéramos sabido cuáles eran sus preferencias, pero él no se habría desgastado y sobre todo no se habría expuesto al desdoro de una derrota pública.
Una actriz puede permitirse llorar pero no que se le corra el rímel. Para Margo enterarse de que Eva se ha movido a sus espaldas para lograr la posición de sustituta supone un auténtico shock; sin embargo, se come su rabia y responde flemática que ya se lo habían dicho pero que como no le daba ninguna importancia, pues hasta se le había olvidado. Ante todo que no se descomponga la figura.
La de Zapatero ha quedado no ya descompuesta, sino hecha un churro. Su «hemos visto que no siempre tenemos razón» parece una frase no del guión de Mankiewicz sino de alguno de los de Aaron Sorkin para The West Wing. Pero así como la humanidad de un presidente demócrata, consciente de sus límites y dispuesto a reconocer sus errores, puede quedar muy bien en una serie de televisión, no parece la mejor receta para insuflar confianza en un liderazgo más que tambaleante, estando en el hoyo de una crisis económica. Sobre todo si el destrozo que no se puede por menos que reconocer -a buenas horas mangas verdes- ha sido causado por un disparo con el propio revólver.
¿Pero en qué manos estamos?, se han preguntado millones de españoles de muy diversa orientación al comprobar cómo algo tan positivo en sí mismo como las primarias se ha convertido en un boomerang contra su promotor por no haber sabido manejar los que se suponían que eran sus dos mejores resortes: los tiempos y el talante. ¿Cómo es posible que el Zapatero de carne y hueso se haya dejado arrinconar en el papel de aparatista en jefe mientras Tomás Gómez, con una maquinaria política nada despreciable, mucho más pegada al terreno y toda la vieja guardia trabajando para él, pasaba por ser el Zapatero de la película, 10 años después? Si esto le ocurre con su propio partido, qué estropicios no estará causando en la gestión de los asuntos públicos…
Al margen de la pérdida de facultades que inevitablemente afecta a quien abusa tanto de su cintura como para pasar de agradar a los de Rodiezmo a hacerse aplaudir por Wall Street, lo más letal para Zapatero ha sido la patosa intromisión de sus dos alfiles. Blanco y Rubalcaba pasaban por ser los sabios oficiales de la tribu y han quedado como dos cantamañanas víctimas de sus manías y calentones. Ni las infraestructuras ni la lucha antiterrorista se han resentido de momento, pero el personal confía ahora un poco menos en ellos. A ver quién monta una sucesión con estos mimbres.
All about Eve se estrenó en España, ya con sus seis Oscar de Hollywood a cuestas, en abril del 52, dos semanas después de que yo naciera -no pude asistir a la première-, con el título de Eva al desnudo. Sólo el deleite en el exorcismo de cuanto pueda haber de diabólico en el eterno femenino -en México se llamaba La Malvada– explica la condescendencia del censor. El mensaje era claro: una vez que la mujer más sofisticada y elegante se va quitando los ropajes de las apariencias no queda sino el egoísmo, la ambición y la traición. Ergo el desnudo es el mal.
Tiene gracia que al cabo de más de medio lustro zarandeando con todo merecimiento a Zapatero a costa de su frívolo adanismo, nadie haya reparado que además de la primera acepción que tan perfectamente le cuadra -«Hábito de comenzar una actividad cualquiera como si nadie la hubiera ejercitado anteriormente»-, el diccionario de la RAE también incluye una segunda, reservada para «el desnudismo, la práctica de la desnudez».
A raíz de su gatillazo en las primarias Zapatero se ha quedado de repente in puribus naturalibus. En estado puramente natural. Con el mismo desparpajo con que él desnudó al postfelipismo, ahora le han desnudado a él. Y cuando el emperador se queda en porreta ni los chiquillos ni los canes le respetan. Alguien tan ponderado y prudente como Barreda ya ha augurado la «catástrofe electoral» y sugerido como antídoto que se le aplique a Zapatero la regla no escrita de los dos mandatos como límite. O sea la jubilación anticipada, a los 51 años en su caso.
Más claramente no ha podido indicarle la salida y -de eso no se ha retractado- ya verán cómo el ejemplo cunde durante las próximas semanas. Por mucha que sea su estabilidad emocional, a Zapatero le aguardan horas amargas, asaltado por las dudas, indeciso entre la rendición y el combate, maquinando rencores y desquites, ensayando despedidas y retornos en la alcoba del poder. Entre tanto, en el vestíbulo, Tomás Gómez, larguirucho, listo, articulado y cercano como él, acaricia la estatuilla prestada, supurando cifras y argumentos, equiparando los seguimientos callejeros por Madrid con los crímenes de los GAL -toma cintura-, jurándose a sí mismo que algún día todo esto será suyo. No sabe que la actriz que encarnó a Phoebe nunca llegó a nada.