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La oposición al Proyecto ToroVerde (por Juan Andrés Buedo)

Publicada el diciembre 21, 2025diciembre 21, 2025 por Juan Andrés Buedo
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El Proyecto ToroVerde se ha presentado como la gran tabla de salvación para Cuenca. Una inversión “transformadora”, un revulsivo contra la despoblación, una apuesta por el turismo sostenible y el empleo. El lenguaje no es inocente: está cuidadosamente diseñado para desactivar cualquier crítica antes incluso de que pueda formularse. Porque, ¿quién podría oponerse al progreso, al trabajo o al futuro? Sin embargo, cuando se aparta la propaganda institucional y se analiza el proyecto con rigor, lo que aparece no es una solución, sino un problema de gran magnitud. Un problema ambiental, democrático, social y político.

No estamos ante un simple parque de aventuras. Estamos ante la ocupación de cientos de hectáreas de monte público para convertirlas en un macrocomplejo turístico de alto impacto, promovido por una multinacional extranjera, ToroVerde, con el aval entusiasta de las administraciones. La pregunta clave no es si el proyecto traerá visitantes o titulares, sino qué precio pagará el territorio y quién se beneficiará realmente de la operación.

El monte público no es un solar vacío a la espera de ser “rentabilizado”. Es un bien común, resultado de décadas de gestión forestal, reforestación y conservación. Cumple funciones ecológicas esenciales: protege el suelo, regula el ciclo del agua, alberga biodiversidad, amortigua los efectos del cambio climático y conforma un paisaje que es patrimonio colectivo. Transformarlo en un espacio de ocio intensivo implica asumir una pérdida irreversible, por mucho que se maquille con discursos de ecoturismo y sostenibilidad. No hay nada sostenible en sustituir ecosistemas funcionales por infraestructuras, carreteras internas, plataformas, alojamientos y un flujo constante de visitantes.

Uno de los aspectos más alarmantes del proyecto es el consumo de agua. En una provincia castigada por la sequía, donde se pide a la población que reduzca su gasto doméstico y a los agricultores que se ajusten a restricciones cada vez más severas, resulta sencillamente obsceno plantear un complejo turístico que necesitará enormes cantidades de agua para funcionar. Piscinas, alojamientos, mantenimiento de instalaciones, servicios asociados. Todo ello en un contexto de emergencia climática que las propias administraciones reconocen… salvo cuando hay un gran inversor de por medio.

La tramitación ambiental del proyecto refuerza la sensación de que estamos ante un caso de trato de favor. En lugar de una evaluación ambiental rigurosa, completa y transparente, se ha optado por procedimientos que numerosos colectivos consideran insuficientes para un proyecto de esta envergadura. No se trata de una cuestión técnica menor, sino de una decisión política: acelerar, simplificar y reducir controles para que nada retrase la inversión. El mensaje es claro y peligroso: cuando el capital llama a la puerta, la protección del territorio se convierte en un obstáculo prescindible.

A esto se suma la cesión de grandes extensiones de monte público a una empresa privada. Se nos dice que es una oportunidad, que el terreno estaba infrautilizado, que así se generará riqueza. Pero lo que realmente ocurre es la transferencia de un bien común a un modelo de negocio que responde a intereses ajenos al territorio. La privatización, aunque se disfrace de concesión administrativa, es real en sus efectos: pérdida de control público, limitación de usos tradicionales y subordinación del interés general a la rentabilidad empresarial. Es legítimo preguntarse por qué no se ha explorado con la misma intensidad el apoyo a proyectos locales, cooperativos o de menor escala, capaces de generar empleo sin arrasar el entorno.

El empleo es, sin duda, el gran comodín del discurso oficial. Se prometen puestos de trabajo como si fueran la prueba definitiva de que cualquier sacrificio merece la pena. Sin embargo, cuando se examinan los compromisos reales, las cifras se desinflan. Los empleos garantizados son muchos menos de los anunciados públicamente, y nada asegura que sean estables, bien remunerados o duraderos. El turismo de este tipo es estacional, dependiente de modas y extremadamente vulnerable a crisis económicas o sanitarias, como ya se ha demostrado. ¿De verdad este es el modelo que va a fijar población y ofrecer un futuro digno a la juventud de la provincia?

El problema de fondo es que se nos plantea una falsa dicotomía: o aceptamos proyectos como ToroVerde o nos resignamos al abandono. Es un chantaje emocional que empobrece el debate y silencia alternativas. La despoblación no se combate con pelotazos verdes ni con macroproyectos impuestos desde arriba. Se combate con servicios públicos, con apoyo a la economía local, con gestión sostenible del territorio, con participación ciudadana y con respeto al patrimonio natural. Nada de eso ocupa titulares espectaculares, pero es lo único que funciona a largo plazo.

La forma en que se ha gestionado el proyecto revela un preocupante déficit democrático. La ciudadanía no ha sido informada de manera clara ni ha participado en un debate real sobre el futuro de su territorio. Las decisiones se han tomado en despachos, se han presentado como hechos consumados y se han envuelto en un discurso triunfalista que desacredita cualquier disidencia como atraso o radicalismo. Este desprecio por la deliberación pública no solo es injusto, sino profundamente irresponsable.

Las administraciones implicadas, como el Ayuntamiento de Cuenca y la Junta de Castilla-La Mancha, han optado por alinearse sin fisuras con la empresa promotora. En lugar de ejercer su papel de garantes del interés general, han asumido el de comerciales del proyecto, minimizando riesgos, desacreditando críticas y prometiendo beneficios que no están garantizados. Cuando las instituciones dejan de representar a la ciudadanía y pasan a representar a los inversores, el problema deja de ser ambiental para convertirse en político.

La oposición al Proyecto ToroVerde no es una postura caprichosa ni ideológica. Es una reacción lógica ante un modelo de desarrollo que se repite una y otra vez: grandes proyectos, grandes promesas, grandes impactos y beneficios concentrados en pocas manos. Es la defensa de un territorio que ya ha dado demasiado a cambio de demasiado poco. Es la exigencia de que Cuenca no sea tratada como un decorado exótico para el consumo turístico, sino como un lugar donde vive gente con derecho a decidir su futuro.

Defender el monte público, el agua y la participación ciudadana no es estar contra el progreso. Es, precisamente, luchar por un progreso que no destruya aquello que dice querer salvar. Cuenca no necesita salvadores externos ni proyectos milagro. Necesita políticas valientes, pensadas desde el territorio, que entiendan que el verdadero desarrollo no se impone, se construye colectivamente.

Aceptar ToroVerde sin cuestionarlo sería asumir que todo vale en nombre del crecimiento, incluso la pérdida de soberanía sobre nuestros recursos y nuestro paisaje. Rechazarlo, en cambio, es abrir un debate incómodo pero imprescindible sobre qué futuro queremos y quién debe decidirlo. Ese debate ya no se puede aplazar. Porque una vez que el monte se privatiza, el agua se compromete y el territorio se transforma, no hay marcha atrás.

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