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La última de ‘Ochoíta’ (por Pedro J. Ramírez)

Publicada el octubre 17, 2010 por admin6567
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(Publicado en El Mundo-Reggio´s, aquí)

La carta del director

Hace dos semanas un lector llamado Pedro Embid me escribió una extensa carta a propósito de mi artículo La penúltima vacuna, dedicado a la huelga general y las rectificaciones de la política económica de Zapatero. Con argumentos bien trabados venía a reprocharme mi exceso de condescendencia hacia el presidente. Según él «no de forma meridiana, pero sí veladamente» mis cartas de los domingos presentan «un perfil del presidente, no ausente de críticas, excesivamente benigno para lo que sus actos deberían suponer». Tras analizar minuciosamente la gestión de Zapatero mi comunicante subrayaba que no se trata de una cuestión visceral -«personalmente no me cae mal»-, sino del convencimiento de que «el personaje pasará a la Historia como el peor presidente reciente» y me instaba a que «influya para que esta maldición deje cuanto antes de gobernarnos».

Le contesté que compartía muchos de sus puntos de vista y que es posible que mi valoración final no difiera en algunos aspectos demasiado de la suya, pero que en España hay un exceso de maniqueísmo de brocha gorda, que si todo fuera malo en el personaje para qué seguir hablando de él, que siempre será mejor que rectifique sus equivocaciones a que no lo haga y que, sobre todo, la perspectiva de lo que nos ha tocado vivir me obliga a hacer un esfuerzo de ecuanimidad que distinga los garrafales errores de este gobierno de los infames actos delictivos que impregnaron de suciedad y fango la trayectoria del anterior ejecutivo socialista.

El señor Embid volvió a escribirme y fue en su segunda misiva en la que incluyó una de esas metáforas a la vez divertidas y certeras que justifican hurgar en los e-mails cual trapero de las ocurrencias ajenas para «revolotear y pellizcar de aquí y de allá», como decía Montaigne, «en modo alguno para formar mis ideas, sino para una vez formadas, ayudarlas, secundarlas y servirlas».

«Si analizamos los años de gobierno de Zapatero», alegaba este agudo lector, «pasaría como con aquella anécdota que cuentan de Di Stefano, siendo entrenador del Valencia. Tenía un portero al que le metían muchos goles y Di Stefano con su socarronería porteña, le gritaba desde la banda: ¡Los que van dentro no los parás, pero los que van fuera no los metás!».

De igual manera que hay personas que me dicen que les gustó tal o cual Carta del Director porque expresaba bien lo que ellos pensaban sin haber llegado a articularlo, yo descubrí súbitamente que pocas imágenes como esa podrían resumir mejor mi diagnóstico global sobre Zapatero. No tanto por la figura del gol en propia meta que sin ir más lejos formaba parte el domingo pasado de mi repertorio crítico sobre el desenlace de las primarias -habrán visto, por cierto, que no era nada descabellado presentar a Tomás Gómez como el aprendiz de Adán al desnudo, con ínfulas de llegar hasta lo más alto-, sino por el hallazgo insuperable del guardameta que desvía hacia su arco los balones «que van fuera».

No estamos hablando de quien se autolesiona por fatalidad o torpeza al cumplir una tarea ineludible o, al menos, una rutina cotidiana que forma parte intrínseca de su actividad, sino de quien lo hace al abordar un empeño innecesario, al seguir un impulso de su fantasía sin correlato con la realidad, al dar satisfacción a lo que, como mucho, es el capricho de una minoría. Si seguimos el itinerario de los grandes y pequeños patinazos que tiznan la hoja de servicios de Zapatero nos encontraremos constantemente con esas situaciones en las que lo seguro, lo razonable, lo sensato, lo «previsible», lo «normal» que diría Rajoy, era no hacer nada, quedarse al margen, contemplar con serenidad cómo el disparo errado que viene de lejos «va fuera», se pierde estérilmente tras la línea de fondo y cae en el olvido general.

¿O acaso no era eso lo pertinente cuando Maragall empezó a contagiar su locura política al PSC, embarcándolo en el disparate de pedir un nuevo Estatuto aunque Cataluña ya dispusiera de otro -fruto del mayor consenso imaginable- cuya vigente utilidad quedaba fuera de duda? ¿O acaso no era eso lo apropiado cuando Batasuna le mandó la famosa carta de enero del 2005, sin ofrecerle ninguna garantía de que hubiera agua en la piscina de la negociación política a la que le instaba a tirarse? ¿O acaso no era eso lo prudente cuando la más que previsible disminución de los ingresos del Estado en los presupuestos de 2008 y 2009 hacía imprescindible compatibilizar el máximo rigor fiscal con la política de estímulos ya pactada de concierto con la UE en forma de ayudas a la banca? ¿O acaso no era eso lo lógico cuando Blanco le vino a La Moncloa con sus seudoencuestas para descabalgar a Tomás Gómez y poner a la «señorita Trini» en su lugar?

Pero no, en lugar de hacer la estatua ante tan excéntricos remates como corresponde a todo arquero que se precie, el presidente se estiraba denodadamente una y otra vez a por esos balones que «iban fuera», entraba en contacto con ellos y por inaudito que pareciera siempre encontraba la forma de terminar introduciéndolos en las mallas de su propia portería. Para ello tuvo que comprometerse a aprobar el «Estatuto que viniera de Cataluña», romper el consenso constitucional con el PP y hacer a la vez de celestina y comadrona convocando a Artur Mas a La Moncloa para que se entendiera con el PSC. Para ello tuvo que emprender una vergonzosa negociación política con ETA, dinamitar el pacto antiterrorista e incurrir en el oprobio de mantener el diálogo después de que le dinamitaran a él la T-4. Para ello tuvo que improvisar la devolución de los 400 euros, inventarse el cheque-bebé y perpetrar el tan estéril como ridículo Plan E, dedicado a abrir y cerrar zanjas a fondo perdido. Para ello tuvo que convocar a su despacho al líder del PSM, decantarse explícitamente por su rival y alentar al ministro del Interior a compatibilizar la lucha contra los enemigos del Estado con la lucha contra los rivales en el partido. ¡La de trabajo, dedicación y esfuerzo que cuesta a veces poder meter la pata hasta el corvejón!

La hipótesis de que a España, al PSOE y a él mismo les habría ido mucho mejor si la mitad de los días de estos últimos siete años Zapatero no hubiera aparecido por el despacho me resultó tan fascinante que no pude por menos que seguir la pista de la anécdota futbolística. ¿Qué puede impulsar a un portero a rectificar la trayectoria de un disparo inofensivo, destinado a perderse entre el cemento de la grada, hasta convertirlo en algo letal para sus colores? ¿Cómo se llamaba el tipo? ¿Cuántas veces lo hizo? Buceé en mis recuerdos juveniles, removí Roma con Santiago, hice no sé cuantas búsquedas en internet y creí haber llegado a la conclusión de que el fulano al que se refería mi comunicante tenía que ser un tal Meléndez, fruto genuino de la cantera de guardametas vascos al que el Valencia fichó a comienzos de los 70 como suplente de su mítico Abelardo, pues, en efecto, protagonizó unas cuantas cantadas de aúpa y Di Stefano no era un entrenador impasible ante ese tipo de errores. Pero a falta de una corroboración escrita y ante la aparición de otros nombres –Ricardo Martínez, mi compañero de página, llegó a comentarme que él había oído eso mismo de Sadurní, portero del Barça- decidí remontarme hasta las fuentes del Nilo y pedir aclaración al padre de la criatura.

Fue el director del Marca, Eduardo Inda, quien me hizo la gestión y me transmitió la respuesta llegada del Olimpo. Merece la pena reproducir la literalidad de su mensaje. «Tras hablar con el dios, te resumo sus palabras. La frase la pronunció cuando jugaba en el Millonarios, equipo colombiano del que vino al Real Madrid. Todo ocurrió en una jugada en el área chica. Al portero del Millonarios, Ochoa –Ochoíta– que terminó siendo su íntimo amigo, le llegó un balón alto que iba claramente fuera. Pero, en lugar de dejarlo salir, le pegó con los puños y lo metió en su propia portería. Alfredo se le acercó y le espetó: «¡Las que vayan dentro intenta pararlas, pero las que vayan fuera no te las metas!». Esta genialidad la ha utilizado luego en varias ocasiones en su carrera como entrenador. Siempre para recriminar a los porteros ‘palomiteros’ que intentan filigranas en los balones fáciles».

¡Ahí estaba la explicación! El retrato de Zapatero en su más genuina mismidad. El palomitero de las filigranas capaz de complicar, retorcer y envenenar hasta los balones más sencillos que vuelen por sus inmediaciones. Estaba pensando en sus políticas de igualdad, en su actitud respecto a la llamada memoria histórica, en sus incongruencias energéticas fruto de la superstición nuclear… cuando de repente, hétenos aquí que por increíble que parezca nuestro Ochoíta -el original, Gabriel Ochoa Uribe, es hoy un venerado octogenario- se ha superado a sí mismo, al convertir el más blando e inocuo de los chuts, dirigidos contra él -los tópicos abucheos de todos los años durante el desfile de la Fiesta Nacional- en un misil rebotado que ya está perforando su portería.

En lugar de amortizarlo a beneficio de inventario, él y sus colaboradores han transformado un episodio del que nadie habría seguido hablando en un gran asunto de debate, dando en primer lugar muestras de debilidad al acusar un golpe tan liviano y embarullándolo a continuación con el desvarío de las consultas a los grupos políticos para cambiar el protocolo del acto. Cada respuesta ha sido un rebote demoledor para el presidente: Rosa Díez ha caricaturizado su desentendimiento ante asuntos mucho más graves diciendo que no hay que «legislar en caliente», Joan Ridao ha replicado que el mejor cambio de protocolo es suprimir la Fiesta Nacional y Cospedal le ha puesto ante el espejo de su frivolidad, proponiendo que la primera norma sea levantarse con educación al paso de las banderas de los países invitados.

Fiel a esa aureola de condescendencia o al menos de crítica constructiva hacia Zapatero, yo voy a aportar no una sino cuatro sugerencias, fruto del concurso de ideas que he abierto conmigo mismo. La primera sería que quien presidiera el desfile junto a los Reyes no fuera el jefe del Gobierno sino el personaje más popular a juicio de los potenciales asistentes. Se podría votar por internet, igual que para elegir al representante en Eurovisión y, ya que vamos de porteros y la vicepresidenta De la Vega ha pedido la misma unidad en torno a la Fiesta Nacional que la que concitó el Mundial de Futbol, muy bien podía haber sido Iker Casillas quien ocupara este año ese lugar en la tribuna, acompañado de Sara Carbonero. Ovación asegurada.

Otra opción nada desdeñable, en la misma línea, sería estimular el buen rollo en el graderío, proyectando en pantallas gigantes, cada vez que fuera a adquirir algún protagonismo Zapatero, los goles de la selección, los mejores golpes de Nadal o la última faena de José Tomás en Barcelona. Ovación asegurada.

Una tercera modalidad -tal vez mi favorita- sería incluir en el programa un acto expiatorio, una especie de sacrificio ritual a la cólera del pueblo, que sirviera de válvula de escape de todas las pasiones. De igual manera que hay celebraciones de Semana Santa que incorporan el indulto de un preso, a modo de excepción a la norma de que los culpables deben ser castigados, se trataría de que todos los años, inmediatamente antes del desfile se destituyera a un ministro o ministra para dejar constancia de que no siempre la incompetencia queda impune. Puesto que su identidad se mantendría en secreto hasta el instante mismo de proceder a despojarle públicamente de la voluminosa cartera, la Visa Oro y el vehículo oficial, imagínense la expectación en las tribunas, la zozobra en el gabinete, los rumores, las quinielas, el suspense, la algarabía al fin, al destaparse el nombre del buco emisario de cada año.

Pero como lo mejor es enemigo de lo bueno y tampoco están los tiempos para grandes innovaciones, mi propuesta final es la más sencilla: inclúyase en el propio programa de mano que se reparta a los asistentes un renglón que diga: «Abucheos al presidente del Gobierno». La protesta debería tener lugar al comienzo del acto, coincidiendo con la llegada del gobernante de turno, ahorrándosela así tanto a la Familia Real como a los participantes en el desfile. Tendría una duración variable, de modo que los periodistas pudieran cronometrarla cada año, además de medir sus decibelios, estableciéndose sendos rankings, tanto para el abucheo más largo, como para el de mayor intensidad.

Para favorecer la igualdad entre los dotados con cajas torácicas diversas, Carmen Chacón y Bibiana Aido deberían firmar un convenio para el reparto masivo de silbatos y vuvuzelas que serían retirados al término de la performance. Sería un ejercicio de «democracia bonita» que acercaría la España real a la España oficial y preservaría el resto de la ceremonia de salpicaduras que, en efecto, dañan la dignidad colectiva. Sólo los muy cafres tratarían de extender los gritos e imprecaciones fuera de esa parte del programa y el resto se lo afearía de inmediato: «¡Cállese usted que ya hemos abucheado a Zapatero durante veinte minutos! ¡Un respeto a la Legión!»

¿Cambiar el protocolo? Muy bien: he aquí una propuesta inmejorable. A ver como paras esa, Ochoíta…

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Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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