Manuel Sarachaga, economista manuelsarachaga@hotmail.es
(Publicado en diarioliberal.com, aquí)
Cuando ya era una evidencia, la ceguera en el análisis de la incipiente crisis llevó al gobierno socialista a negar su misma existencia y, a renglón seguido, a afirmar que estábamos ante un problema de insuficiencia de la demanda y de falta de confianza. Resucitando caducas ideas keynesianas sin otro criterio que la demagogia ideológica, se negaba una verdad incontestable: no estábamos ante una escasez en la demanda, sino todo lo contrario. Ésta había crecido durante demasiado tiempo muy por encima de cualquier nivel sostenible, como consecuencia del desaforado incremento del crédito, incentivado por unos tipos de interés reales negativos. El exceso de deuda acumulada generado un enorme problema de solvencia –que no sólo de confianza- de la economía en su conjunto.
Ciego y confiado, nuestro gobierno cometió, una detrás de otra, una larga serie de estupideces que, lejos de solucionar el problema, estaban cavando el profundo hoyo en el que ahora nos encontramos, en un suicida e ineficaz intento de incentivar una demanda completamente ahogada por la deuda.
El superávit público alcanzado en los años previos a la crisis no respondía a una situación real de las finanzas públicas, pues buena parte de los ingresos procedían de una demanda artificialmente inflada por el crédito y, por lo tanto, insostenible. Pero la ceguera gubernamental impidió ver que realmente acumulábamos un elevado déficit estructural, que afloraría tan rápido como estallara la burbuja crediticia. Con la ceguera y la prepotencia como principales guías, la estupidez en la actuación del gobierno permitió que la enorme deuda privada se transformara en un impresionante déficit público y en una losa de deuda pública.
Una década de excesos crediticios fue suficiente para modelar una estructura productiva completamente distorsionada, en la cual los sectores de actividad más sensibles al dinero barato crecieron de forma insostenible, ahogando la productividad, la competitividad y el déficit exterior. Estos sectores sobredimensionados absorbieron gran cantidad de capital y, sobre todo, de mano de obra poco cualificada, que estaba condenada a su expulsión del mercado laboral más pronto que tarde, como tristemente hemos podido comprobar con la evidencia de un paro masivo. La ceguera de nuestros gobernantes les condujo a impulsar una reforma laboral con la intención de generar empleo en el corto plazo, algo del todo imposible mientras no se reajusten los sectores y se reduzca el endeudamiento de los agentes económicos. Así, lo que debía ser una reforma de futuro, terminó siendo una reforma miope, cortoplacista e ineficiente, que no está alcanzando los supuestos objetivos a corto de creación de empleo, y mucho menos logrará los fines realmente deseables a largo plazo, como son la adaptación de la negociación colectiva a la realidad empresarial, el incremento de la movilidad laboral y la reducción de la temporalidad.
El sistema financiero, asfixiado por sus propios errores, buscó refugio en papá Estado, en una diabólica pirueta que le librara del sano principio del mercado que establece que “quien la hace, la paga”, solicitando un tiempo muerto al capitalismo. La mitad más politizada e intervenida del mismo –las Cajas de ahorro-, fue la que cometió más graves errores. En un ataque de ceguera absoluta, el Estado premió a las Cajas con dinero público, realimentando un suicida riesgo moral. Por si eso fuera poco, nuestros incautos gobernantes permitieron que la reordenación del sector fuera pilotada por los mismos políticos que lo habían conducido al desastre y consintieron, con la connivencia de la oposición, que la despolitización –necesaria para su supervivencia a largo plazo- se transformara en un paripé infumable.
La absoluta ignorancia colaboró con la ceguera en pronosticar “brotes verdes” desde el mismo comienzo en que se admitió que había crisis (comienzos del año 2009), estupidez que se repite cada pocos meses y que continúa en estos momentos.
Esa misma ceguera provoca ahora que nuestros líderes contemplen con entusiasmo el incremento de la inflación. Confunden a ésta con el IPC –como se hizo durante la fase expansiva, despreciando erróneamente los precios de los activos- y en un alarde de estupidez se asume que su aumento es un síntoma de recuperación económica, como si los años 70 nunca hubieran existido. Los tipos de interés, ya en alza sin que el BCE haya elevado sus tipos de intervención, proseguirán su camino ascendente empujados por una marea de deuda monetizada, cerrando la soga que estrangulará un poco más el consumo y la inversión nacional.
En esta carrera de despropósitos, el sistema de pensiones se somete a una nueva reforma bajo el estúpido principio de que los ciudadanos somos incapaces de tomar decisiones, sustituyendo la libertad individual de todos por el resultado de una peligrosa negociación entre unos pocos políticos y representantes de los desacreditados agentes sociales.
Por su parte, la oposición ha reducido su capacidad de análisis a la interpretación de la realidad a través de las encuestas electorales, y se muestra aun más ciega que el propio gobierno ante las necesidades de nuestro país. No sólo es incapaz de plantear una alternativa verosímil y mínimamente esperanzadora, sino que niega su apoyo al ejecutivo incluso en aquellos asuntos esenciales en los que existe un evidente grado de acuerdo. De una forma casi infantil, culpa al gobierno de todos los males que nos aquejan, con soflamas demagógicas que presuponen un elevado grado de estupidez en los ciudadanos.
Entre la ceguera y la estupidez de unos y otros nos encontramos los ciudadanos. En medio de una situación de emergencia nacional, en la cual los grandes partidos han pasado a formar parte esencial del problema, nos enfrentamos a los procesos electorales de 2011 –autonómicas y locales- y de 2012 –generales-. La estrategia partidista de aquellos que pretenden alternarse en el poder persigue hacernos ver que sólo hay dos opciones viables, sumiéndonos en una ceguera frente a cualquier otra forma de entender la política y la realidad.
Hay una tercera España que reniega de unos y otros. Que cree que es posible hacer las cosas de otra manera. Que aspira a una verdadera regeneración democrática y a una nueva transición que ponga punto final a la mediocridad reinante en nuestra clase política y a la insoportable partitocracia bipolar. Que desea reformas que garanticen la supervivencia de nuestros servicios públicos, que racionalice el disparatado Estado autonómico y que cierre de una vez el modelo de organización territorial. Que quiere que el sector público sirva verdaderamente a los intereses generales y deje de ser un problema para transformarse en una eficaz herramienta para superar la crisis. Que cree en la capacidad de sus conciudadanos para sacar adelante a este país sin la permanente tutela del Estado.
Es el momento de los ciudadanos. Reflexionemos y busquemos una verdadera alternativa.
De nosotros depende que esa ceguera que tratan de imponernos no se transforme de nuevo en estupidez.