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¿Sabe Zapatero dónde está el Norte de nuestra recuperación? (por Miguel Massanet Bosch)

Publicada el febrero 17, 2011 por admin6567
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Estos días ha estado en cuestión si España está en situación de poder seguir manteniendo un sistema territorial como el que, la Constitución española, tiene establecido. Modificando lo que antes eran regiones y provincias, transformándolas en autonomías. Parecía que, este nuevo modelo administrativo, les concedía más atribuciones a los gobiernos regionales, les otorgaba unas ciertas ventajas sobre el sistema anterior, que consistían en descentralizar determinadas competencias del Estado, con el fin de agilizar el funcionamiento económico, industrial, comercial y financiero, de modo que una gran parte de las decisiones que se centralizaban en la capital de Estado, Madrid, se pudieran delegar en los respectivos gobiernos autonómicos; lo que se esperaba que produjera dos efectos beneficiosos para España: el primero, acercar la administración a los ciudadanos y, el segundo, ahorrar en gasto público al evitar que los organismos públicos estuvieran duplicados, solapándose en sus funciones. Sin embargo, no parece que aquellas previsiones optimistas se hayan materializado en realidades después de 33 años de la aprobación de nuestra Carta Magna. En efecto, siguen subsistiendo duplicidades entre la Administración delegada del Estado y las administraciones locales. Persisten algunos ministerios que han dejado prácticamente de tener competencias, al haber sido traspasadas en su totalidad a las distintas comunidades (el de Cultura, por ejemplo) y han aparecido problemas que los llamados padres de la patria o no supieron ver o no pensaron que llegaran a agudizarse tanto o creyeron que los gobernantes serían capaces de solucionarlos antes de que adquirieran demasiada virulencia.

Aparte de la repercusión que ha tenido en nuestra economía el hecho de que se haya fraccionado la unidad de mercado, al otorgarse su regulación a las distintas autonomías; cuando la Unión Europea viene propugnando un Mercado único, que permita la libre circulación de mercancías, servicios, capitales y personas; un mercado que suprima todos los obstáculos al comercio con el fin de garantizar  una efectiva libertad de circulación; una regulación de la competencia que garantice el buen funcionamiento del mercado comunitario, sometiendo a todas las empresas a las mismas normas y velando por la protección de los intereses de los consumidores; y, cuando sea preciso, se liberalicen algunos sectores que antes estaban administrados exclusivamente por los Estados. Difícilmente, con el actual sistema descentralizado, por el que cada autonomía tiene sus propias normas al respecto, será posible que, el Estado español,  pueda presentar, ante el resto de países competidores, un frente único y homogéneo sin conseguir, previamente (algo que se ve irrealizable) que todos los gobiernos autonómicos acepten someterse a unas reglas unificadas de mercado..

Fruto de la independencia con la que cada autonomía maneja el dinero que recibe del Estado; de la habilidad de sus gestores en conseguir (a veces por métodos poco dignos) sangrar las Arcas del Estado; de la distribución que se hace en los presupuestos autonómicos de los impuestos recaudados o de los trucos que se han sacado para poder destinar grandes cantidades de las partidas recibidas, a través de cientos de entidades públicas, entre cuyos recovecos el dinero va fundiéndose sin que, al fin y a la postre, se pueda saber en qué ha acabado por gastarse; se ha estado permitiendo un desmadre del gasto público que, no sólo es atribuible a los despilfarros cometidos por la Administración central, que también, sino que se ha extendido a la mayoría de autonomías, entre las que sobresale, con brillo propio, la catalana. Han querido hacer tantas cosas; se han gastado tanto dinero en proyectos faraónicos; han despilfarrado tantos recursos en gastos inútiles ( embajadas catalanas en el extranjero etc.) y se han utilizado tantos fondos públicos en contratación de funcionarios, asesores, informes externos, subvenciones al catalán; ayudas al cine y a la prensa catalana y mantenimientos de una serie de empresas públicas, en las que se han ido enterrando millones de euros cuyo destino es posible que nunca se llegue a esclarecer.

Ahora, cuando no conseguimos que el paro descienda, cuando la competitividad del país, en lugar de mejorar, se ha desplomado –durante el pasado ejercicio, nueve puestos más, lo que nos ha situado en el 42º puesto del ranking europeo. Conviene que recordemos que, para determinar el puesto que le corresponde a cada país, se analizan: el entorno institucional y macroeconómico, las infraestructuras, la educación ( en lo que ocupamos uno de los últimos lugares entre la comunidad europea) la eficiencia de los mercados y la innovación – y cuando se está demostrando nuestra dependencia energética de otros países, de tal modo que el Gobierno del antinuclear señor Zapatero, ha tenido que doblar la cerviz y reconocer que no hay más remedio que acudir a la energía atómica para poder sobrevivir económicamente, mediante la prolongación de la vida útil de las centrales nucleares. Lo que sucede es que, estos vaivenes de los socialistas; esta falta de criterio, el carecer de planes a medio y largo plazo y el verse obligados a adaptarse, continuamente, a los retos a los que debe enfrentarse sin que tengan una visión clara del rumbo que deben seguir, limitándose a ir improvisando y poniendo parches, sin que estos remiendos tengan la consistencia precisa para que, desde fuera, acaben por fiarse de nosotros y den confianza a nuestras propias empresas.

Todos sabemos del encarecimiento de la factura eléctrica. El precio de un café, que el señor Sebastián, nos dijo que iba a ser el aumento de las tarifas eléctricas para los hogares españoles, se ha convertido en algo mucho más oneroso y, si nos queremos  referir a la industria española, deberemos convenir que  sería el importe de muchísimos cafés el que han tenido que asumir en sus costes energéticos. Nuestra industria es más reducida que la de muchos países con los que competimos, lo que significa menos exportaciones, productos más caros y deslocalizaciones en busca de costes más reducidos. Las empresas españolas son las que pagan la cuarta factura eléctrica mas cara de la UE (ver artículo en LD de D.Soriano), de modo que, si la media europea es de 10’37 céntimos el Kwh., en España, la electricidad para uso industrial, alcanza un coste medio de 11’67 céntimos. Sin embargo, con estas últimas subidas del coste de la electricidad no hemos hecho más que comenzar un largo y oneroso peregrinaje; puesto que ya tenemos en puertas para los próximos años nuevos aumentos. ¿Qué ha sucedido? La respuesta es muy técnica y cuesta entenderla, pero simplificando se puede llegar a la conclusión de que toda esta política del Gobierno de las energías alternativas, de las energías verdes y no contaminantes, ha sido un gran bluf que nos ha costado una cantidad ingente de euros en instalaciones, personal, expropiaciones, etc. que el Gobierno ha tenido que subvencionar, no obstante, las eléctricas han sido las que han adelantado el dinero que el Estado se había comprometido a compensarles, de acuerdo con unos determinados plazos que,¡ no ha podido cumplir! Y ahora somos los ciudadanos los que, ha través del recibo de la luz, tenemos que ir pagando las deudas que el Estado ha contraído en nuestro nombre, por supuesto, sin que nos enteráramos de ello hasta que nos ha caído encima el sablazo del nuevo recibo  de la luz. ¿Cómo podrán competir nuestras industrias si, además de no poder acudir a los créditos, de la atonía de los mercados y de su baja productividad, resulta que sus costes, en lugar de disminuir, les aumentan en un 15% por causa de la luz? ¡Ah! Y no olvidemos sus efectos multiplicadores.

Miguel Massanet Bosch

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