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Libia: de la injerencia humanitaria a la remota injerencia democrática (por Carlos Martínez Gorriarán)

Publicada el marzo 23, 2011 por admin6567
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(Publicado en El blog de Carlos Martínez Gorriarán, aquí)

Pues señor, henos embarcados en una guerra más o menos contra Gadafi allá en Libia. Me parece que sin pretenderlo fui el primer portavoz de un partido parlamentario en pedir una intervención internacional según la doctrina de la “injerencia humanitaria”: se trata de impedir por la fuerza que un gobierno despótico, el de Gadafi, perpetre impunemente una masiva represión homicida contra la población desarmada que reclamaba cosas elementales en cualquier país decente. A estas alturas ya no hay ninguna duda razonable de que la represión en Libia se deslizaba rápidamente hacia la matanza de civiles, y de lo que se trataba y se trata es de impedirlo sin esperar a que se consume la matanza para, como pasó en Bosnia, Ruanda o Kosovo, darnos luego a un ruidoso festejo de rasgamiento de vestiduras de los que tanto deleitan a las pasivas y miedosas almas bellas, esas mismas empeñadas en dictarnos la moral y el derecho internacional y afanadas ahora en negarle a la ONU autoridad para interpretar legalmente su propia Carta fundacional. Sí, ya saben, los del “no a la guerra” que es un “sí a la guerra civil”, aunque las dos situaciones sean igual de trágicamente bélicas, aunque no igual de injustas. Ojalá en 1936 hubiera existido una comunidad internacional empeñada en parar la guerra civil española en vez de asistir impertérrita a su funesto desarrollo con la excusa barata de respetar la soberanía nacional. Como si las soberanías nacionales no fueran otra cosa que matanza a la carta de enemigos políticos.

Dicho esto y celebrando que el Consejo de Seguridad haya dado la autorización legal para que varios países, entre ellos el nuestro, bombardeen las defensas antiaéreas y el armamento pesado de Gadafi para que al menos no aplaste en una semana toda oposición a su dictadura, hay que añadir que la intervención en Libia muestra demasiados signos inquietantes de falta de un propósito claro. Para empezar, de un objetivo claro que, a su vez, permita trazar planes racionales que permitan en su momento tomar decisiones de alcance: desde una intervención terrestre en Libia si fuera necesaria –ahora excluida por la resolución de la ONU, limitada a la exclusión aérea- hasta el cese de las operaciones militares cuando sea aconsejable. La insistencia de Zapatero en que no se trata de expulsar a Gadafi sino de ayudar a la población civil es una de esas piadosas jaculatorias que embrollan más de lo que aclaran: ¿habría un modo mejor de ayudar a los libios que quitarles de encima al sátrapa? ¿Es razonable destruir por aire al ejército de Gadafi y permitirle que mantenga en control del terreno para Gadafi? Y así una larga lista de preguntas que todos los interesados nos hemos hecho.

La inconcreción de los objetivos queda de manifiesto en la imprecisión del mando militar: ¿la OTAN, Estados Unidos, Francia, todos y nadie? ¿Y dónde está la UE? Porque, como de costumbre, la UE ni está ni se le espera cuando esta es otra ocasión de oro para que asuma el papel internacional que esperamos como agua de mayo (en la mitad del Sáhara), sobre todo ante las reservas y limitaciones que impone la propia ONU y el veto de China y Rusia en el Consejo de Seguridad a cualquier autorización de mayor alcance político. En efecto, la injerencia democrática –intervenir en un país en crisis política para favorecer la democracia, y no sólo por motivos humanitarios- es algo no sólo temido, sino inaceptable para las dictaduras abiertas de China (o Cuba) y las encubiertas de Rusia, Irán o Venezuela. De modo que no hay razones para esperar de la ONU mucho más de lo que ya ha autorizado porque Rusia y China lo evitarán. Estados Unidos, por lo demás, bastante tiene con Afganistán e Irak y señala sin disimulo a los europeos su responsabilidad en uno de sus mares domésticos, el Mediterráneo. Pero por otra parte Europa no sólo carece de ambición política, es que tampoco tiene el poder militar –ni la medrosa y conservadora sociedad europea quiere tenerlo- capaz de sustituir con eficacia al de Estados Unidos cuando haga falta. Finalmente, consideremos que algunos de los actores políticos más importantes en esta intervención son jefes de gobierno con serios problemas domésticos: Obama, Sarkozy, Berlusconi y desde luego Zapatero, por no hablar de la ausente (por razones de política doméstica) Angela Merkel, confirmando para Alemania el paradójico (¿e insostenible?) papel de gigante económico y enano político. No parece haber ningún propósito común entre todos estos gobernantes, más allá del doble (y no antagónico) de poner orden en Libia y su petróleo y de contentar a la indignación humanitaria de sus opiniones públicas. Así están las cosas: un tremendo embrollo porque estamos metidos en harina guerrera en Libia, pero no se sabe muy bien para qué ni quién manda, aunque sí sepamos por qué y cómo.

En resumen, el caso de Libia debería forzar un debate sobre la legitimidad de la injerencia democrática, es decir, del derecho de la comunidad internacional democrática a intervenir en tragedias como la libia para favorecer la transición a la democracia. Porque está claro que la injerencia humanitaria es en sí misma insuficiente para definir el horizonte político de una intervención que es política, precisamente, por ser humanitaria. Pues sólo en la democracia evolucionada, con su ética pública de la libertad individual y de los sagrados derechos humanos universales, se considera que una crisis humanitaria de grandes proporciones justifica una intervención armada. Durante los genocidios armenio, soviético o nazi, casi nadie se planteó que estas catástrofes fueran en sí mismas un casus belli legítimo, por éticamente repugnantes que fueran.

Una objeción habitual de los pragmáticos es que una intervención abiertamente política en Libia obligaría por coherencia a intervenciones similares en Bahrein (abandonado al intervencionismo represivo de Arabia Saudí y Qatar), Yemen, quizás Siria y, por qué no, en cualquier país del mundo sometido a dictaduras contestadas por sus víctimas. Lo que valdría para Cuba, Corea o la propia China. Pero la respuesta es precisamente pragmática: ni todas las intervenciones son posibles a la vez ni son igual de urgentes, ni la respuesta de la dictadura será previsiblemente la misma. Seguro que los autócratas chinos no responderían igual que los Castros o Chávez, y de lo que se trata no es de arrastrar al mundo a la III Guerra Mundial, sino de ayudar a las sociedades que luchan abiertamente por derribar dictaduras que se defienden asesinando impunemente a diestro y siniestro. No se trata de elegir entre impedir todos los crímenes del mundo o dejar que se cometan todos, sino de progresar adecuadamente en la erradicación o castigo del crimen político. Razonable objetivo que a día de hoy nos parece demasiado remoto a muchos. Aunque hubiera una corriente pujante a favor de la injerencia democrática, habría que construir las instituciones capaces de poner manos a la obra, y por ahora, si existen, es sólo sobre el papel, como la inexistente “política internacional común” de la UE.

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Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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