Es evidente que el pueblo español no está de acuerdo con el funcionamiento de la Justicia en España. Sin embargo, no sería justo, como a menudo está sucediendo, que el peso de este descontento se descargue siempre sobre los órganos que tienen la función de administrarla que, en muchas ocasiones, no pueden actuar de manera distinta a como lo hacen, aunque ello pueda producir lo que se viene denominando como “alarma social”, debido a la necesidad de ceñirse a lo que las leyes les imponen Es cierto que, el tercer poder del Estado, según Montesquieu, es el Judicial, y a él le corresponde la función de administrar la justicia de acuerdo con el ordenamiento jurídico vigente, así como velar porque las leyes que salgan del Legislativo se adapten a la Constitución, para lo cual debiera de tener la autonomía necesaria para poder actuar sin intromisiones políticas ni presiones del resto de poderes fácticos del Estado. Hemos dicho “debiera tener autonomía” y no que la tenga. Me explico: desde el momento en que el nombramiento de los miembros del Consejo del Poder Judicial, el señor Fiscal General del Estado y los componentes del Tribunal Constitucional de la nación son nombrados por el Gobierno y, en algunos casos, por el Gobierno y la oposición; esta independencia que se les podría exigir a jueces y fiscales ha quedado en entredicho y, de hecho, la experiencia nos viene demostrando, en especial en el caso de los señores fiscales, que estos funcionarios, en sus actuaciones, son demasiado proclives a seguir las indicaciones de los políticos, de modo que son muchas las ocasiones en las que la balanza de la Justicia parece que se inclina del lado de quienes tienen el poder y en contra de los derechos de aquellos que se le oponen.
Hay que decir que la Justicia en España es la cenicienta de la Administración y que la escasez de medios materiales y personales para que los organismos encargados de impartirla, jueces y tribunales, puedan cumplir con su deber de administrarla con rapidez y con todas las garantías procesales, seguramente precisarían de una mayor atención y ayuda del Estado, un mayor número de funcionarios y unos medios materiales y técnicos más modernos y sofisticados. Dicho esto, no podemos aceptar que los políticos y especialmente el Gobierno del Estado descarguen en el poder Judicial toda la responsabilidad de los numerosos casos en que la ciudadanía asiste perpleja a sentencias de la Jurisdicción Penal que resultan incomprensibles, absurdas y completamente alejadas del concepto que el pueblo tiene de la Justicia. Los numerosos delitos que, de unos años a esta parte, se vienen registrando en este país, perpetrados por menores de edad que cometen, con la frialdad de los adultos, toda suerte de crímenes, violaciones, agresiones, hurtos, coacciones y toda una retahíla de delitos; amparados en la protección que les dispensa el hecho de no alcanzar la edad de la plena responsabilidad penal, debiera hacer reflexionar a las autoridades pertinentes y especialmente al ministerio de Justicia, sobre la urgente necesidad de modificar la Ley del Menor para adaptarla a las circunstancias actuales.
Nadie en su sano juicio puede ver en estos jóvenes de 14 y 15 años de hoy en día, incluso a chicos de menor edad, semejanza alguna en aquellos muchachos de hace treinta o cuarenta años que, a estas edades, lo único que les preocupaba era jugar a la pelota, fumar un cigarrillo de escondidas de sus padres y asistir a la proyección de las películas del Oeste donde, por supuesto, siempre ganaban los “buenos”. Los adelantos técnicos, la TV, Internet, las películas de acción y violencia, las revistas pornográficas, las drogas y las nuevas costumbres, que han limitado la potestad del cabeza de familia para imponer orden y disciplina a sus hijos, han relegado a los profesores a una función simplemente docente, pero carente de cualquier autoridad para imponer respeto y sancionar a aquellos díscolos que se les enfrentan e impiden a los buenos estudiantes que puedan avanzar en sus estudios; han creado a un tipo de niño-hombre, una especie que, a un cuerpo de un niño o un adolescente, le ha dotado de una mente más desarrollada, adelantada a su edad y capaz de actuar con la misma capacidad, para hacer el bien y el mal, que pudiera tener un adulto. Los ejemplos son tan abundantes que cuesta creer que, todavía, las autoridades no hayan tomado medidas para estudiar a fondo este fenómeno e impedir, con una legislación adecuada, que crímenes execrables puedan quedar convertidos, como ocurre en el caso del asesinato de la niña Marta del Castillo, que uno de los que contribuyeron a los hechos delictuosos, el Cuco, por ser menor de edad haya salido del paso con una sentencia de “encubridor” con 3 años, de los cuales parece que sólo le quedan por cumplir unos ocho meses.
Lo que sucede es que hay decisiones que al Gobierno no le gusta tener que tomar y por ello cuando se produce un hecho similar y la ciudadanía reclama, insistentemente, el cambio de las leyes penales, siempre salen los “moderados”, los “técnicos”, los mojigatos y aquellos “garantistas” que, curiosamente, parece que lo único que les preocupa es que se respeten los “derechos” de los delincuentes sin que, al parecer, tengan el mismo empeño en defender a las personas decentes de la insania de aquellos que, aún siendo menores de edad, no tienen empacho alguno en cometer los delitos más abominables. ¡No es conveniente actuar en caliente!, argumentan, ¡estas cosas se han de meditar detenidamente porque estamos tratando con menores!, añaden; sin embargo, los hechos criminales se van sucediendo y parece que nadie, en frío o helado, se pone a la labor de encontrar el tratamiento adecuado para evitar que el ejemplo, el mimetismo y la vorágine de la violencia, se apoderen de otros que, simplemente para experimentar emociones, querrán intentarlo de nuevo.
Claro que nadie debiera de olvidar que, “quien es causa de la causa es causa del mal causado” como dice el aforismo legal y no es muy difícil de averiguar cuales han sido los precedentes que han dado lugar a este cambio tan radical, experimentado por la sociedad española, y las consecuencias que, para una parte demasiado numerosa de nuestra juventud, han traído determinadas leyes, determinadas enseñanzas trasladadas a las escuelas públicas, para ser impartidas a niños que todavía no tienen la edad para comprender según que tipo de informaciones. Vean ustedes las prohibiciones a los padres a castigar a sus hijos; la imposibilidad de echarlos de sus casas, de imponerles obligaciones domésticas, de vigilar y regular sus horas de salida y entrada a sus casas etc. ¿Quién puede corregir a un joven en una edad difícil para él, como es la pubertad, si el muchacho no quiere hacer caso o se rebela contra quienes le advierten; alegando que es libre de hacer lo que le venga en gana? Esta es la escuela, la doctrina, la moral y el edificante ejemplo que nos han traído personajes como la señora Bibiana Aído, con el tema de los abortos; la señora Leire Pajín con sus intentos de amordazar a la ciudadanía con una nueva ley restrictiva de los derechos individuales o la señora González Sinde poniéndonos cánones para que no pirateemos como si todos fuéramos criminales.
Han querido destruir el sentimiento religioso, han pretendido derrumbar la moral cristiana y han permitido, como un medio de adoctrinar a la juventud en la filosofía relativista; infundirles que todo les esté permitido; que cualquier freno a su sexualidad no era más que intento de reprimirlos y que todo vale si da placer.¡Aquí tenemos los resultados! Pero los crímenes sin castigo, como el de Marta Castillo, claman al cielo y buscan venganza por parte de la sociedad. No valen excusas. O eso es lo que opino.
Miguel Massanet Bosch