Muchas cosas, chascarrillos, filosofadas y textos literarios se han dicho sobre este sacramento conocido como matrimonio. Si en los albores de la historia el matrimonio generalmente era fruto de acuerdos de familia, más tarde de acuerdos de intereses, posteriormente de acuerdos de negocios para, a través de la rápida evolución de la sociedad experimentada durante los dos últimos siglos, el concepto ha venido experimentando una polivalencia semántica del término que ahora, en virtud de la más absurda estupidez de unas generaciones de depredadores de la moral y la ética, también se aplica, por ley, a las uniones civiles entre individuos del mismo sexo quienes, evidentemente, no están en condiciones de reproducirse naturalmente ni de actuar de complemento del sexo contrario, sino que se las han de ingeniar, como el diablo les inspira, para intentar suplir sus carencia fisiológicas para conjuntarse.
Pero, no es mi intención el meterme en tan espinoso jardín y allá cada cual con su tendencia sexual, con su Sida y con las almorranas que sus delirios sexuales les pudieran originar. Sin embargo, durante estos últimos tiempos parece que hay un tipo de matrimonios que están en crisis; como si una maldición hubiera caído sobre quienes los celebraron; de tal modo que están poniendo en cuestión una institución del Estado que, hasta ahora, parecía inmune a todas las crisis y a todos los gobiernos, fueran estos de derechas o de izquierdas. Estamos hablando de la monarquía y, más en concreto, de la española. No niego que don Juan Carlos, dentro de sus posibilidades, haya ejercido con discreción su cargo, aunque con algunos ramalazos izquierdistas, algo que no parece que le pueda beneficiar demasiado, que se han podido constar con la frialdad con la que discurrió su relación con Aznar y, por el contrario, la calidez que le ha venido demostrando al señor Rodríguez Zapatero, con el que, incomprensiblemente, parecía que se entendía a las mil maravillas lo que, posiblemente, haya contribuido a la situación actual en la que, desgraciadamente, nos encontramos. Incluso, mucho nos tememos que, en las negociaciones bajo mano del Gobierno con ETA, nuestro monarca supiera más de lo que aparentaba e, incluso, es posible que lo aprobara.
Existe, entre las varias clases de matrimonios conocidos, uno al que, un tanto chuscamente, se lo denomina “matrimonio de la mano izquierda”, que es el contraído entre un príncipe y una mujer de linaje inferior o viceversa, en el cual cada cónyuge conservaba su condición anterior. En el caso de nuestra familia real no se da esta circunstancia y, el plebeyo que se casa con la princesa o la plebeya que se casa con el príncipe, adquiere de hecho y de derecho el privilegio de formar parte de la familia real. Lo que sucede, y siempre he mantenido esta misma opinión, es que, como en los juicios, no se puede ser juez y parte a la vez. En efecto, el formar parte de la realeza entraña una serie de privilegios de los que carecen los plebeyos y, a la par, comporta una serie de obligaciones de las que están exentos el resto de ciudadanos. Esto supone que los miembros de la familia real deben responder ante sus ciudadanos, de tal manera que siempre quede a salvo el hecho de que, la institución monárquica, debe mantener ciertas reglas de conducta, determinados compromisos e irrenunciables comportamientos que son los que, precisamente, los distinguen de la plebe y hacen que estén situados en la hornacina que los eleva por encima del resto de los mortales.
Las bodas de las dos infantas, Elena y Cristina, no sabemos si porque era preciso que contrajeran matrimonio con una cierta prisa, con toda probabilidad para que lo pudiera contraer, a la vez, el príncipe heredero don Felipe de Borbón. El de doña Elena con el Marichalar pronto se vio que hacía aguas y se mantuvo en pie, con toda seguridad, debido a los buenos oficios de la familia real que no podía admitir que, en ella, se produjera un divorcio. Un personaje melifluo, al estilo de los afrancesados de la efímera corte del invasor José Bonaparte (Pepe Botella), muy aficionado a los desfiles de moda y a los atuendos extravagantes, no era la persona adecuada para la infanta y ¡así acabó!. Parecía que el deportista con cara de buen niño, como era Iñaki Urdangarín, vasco y de buena familia, plebeya por supuesto, podría contrarrestar el mal resultado del matrimonio de la primogénita y, entonces, heredera de la corona, Elena. Pero el niño de cara de santo ha salido avaricioso, y no se conformaba en vivir como un príncipe, sino que prefirió utilizar sus influencias para meterse en negocios que, por su rango y decencia, evidentemente le estaban vetados. ¿Arrastró a doña Cristina tras de él o, simplemente, la infanta no tuvo narices para obligarle a renunciar a sus dudosos negocios? No importa, el mal a la monarquía ya está hecho y, mucho me temo, que irremisiblemente.
Ahora, los monárquicos, se quieren agarrar como último recurso a la honorabilidad y la tarea institucional que viene desempeñando don Felipe. Pero el futuro heredero de la corona también contrajo matrimonio con una Cenicienta, que, aparte de su condición de plebeya, tenemos la impresión de que le gusta opinar y aconsejar en sus labores a su marido y que, a la vista está, es muy probable que, bajo su aparente gesto de sumisión ( cuando se acuerda de que debe ponerlo), subyace un espíritu indómito, progresista y, con toda probabilidad, exigente, que no creo que se deje dominar, de puertas para dentro, por las imposiciones que, desde la familia real, pretendan imponerle. No es, por tanto, la princesa alemana, obediente, enseñada para ser sumisa a su marido y que mal chapurrea el español., como es el caso de la reina madre, doña Sofia; dispuesta a callarse cuando su marido se lo ordene. Es posible que ello sea un signo de modernidad, que entre dentro de los objetivos del feminismo más recalcitrante y que sea bien recibido por toda esta legión de cotillas que se alimentan de las noticias de la prensa rosa; pero, desengañémonos, cuando la clase monárquica quiere confundirse con el pueblo, aterriza en las calles y deja al descubierto sus interioridades, sus defectos y sus errores, pronto aquel halo que los eleva por encima del pueblo llano desaparece y, con él, el mismo motivo de ser de la monarquía, que queda rebajada a lo que cotidianamente la gente está acostumbrada a ver. Así se han extinguido, una a una, todas las monarquías europeas importantes y, si Dios no lo remedia, así también acabará la española.
Es posible que SM el Rey haya logrado detener el primer impacto, estableciendo una distancia entre los duques de Palma y la Zarzuela, pero millones de ojos, muchos de ellos de antiguos monárquicos, estarán fijos en los aconteceres de este feo asunto que tiene a Urdangarían al borde de ser imputado por uso indebido de caudales públicos. El mal ya es inevitable y, mucho nos tememos que, a pesar de las voces que salen en defensa de la institución, este puede haber sido uno de los golpes más mortales que ha sufrido, en España, la familia real.
Quizá el principio del fin.
No se puede pretender ser dios, como César, si su mujer no se comporta como diosa. Sin duda, el prestigio de la casa real, especialmente desde que el Rey está disminuido físicamente por sus achaques, atribuibles a la edad; ha entrado en una especial descrédito que, por mucho que las autoridades quieran contrarrestarlo, van a llevar al país a plantearse la necesidad de mantener una institución que da muestras de estar obsoleta o prescindir de ella. O esta es, señores, mi forma de ver el tema monárquico en España.
Miguel Massanet Bosch