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El valor político de la palabra (por Manuel Martín Ferrand)

Publicada el enero 7, 2012 por admin6567
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Manuel_martin_ferrandManuel Martín Ferrand (Publicado en Republica.com, aquí)

“Inteligencia – pedía Juan Ramón Jiménez –, dame el nombre exacto de las cosas”. Tal y como se presenta el paisaje político español, sería deseable que la inteligencia no se apresure a cumplir el ruego del gran poeta, uno de los tres grandes del siglo XX, preterido por las modas y los fervores militantes más que ensalzado por la devoción meramente literaria.

En los últimos días, todos hemos sido testigos de acontecimientos que ponen en cuestión el valor de la palabra dada por nuestros líderes. El zapaterismo, la etapa más triste de la política española después de la aprobación de la Constitución vigente, se fue construyendo, episodio tras episodio, con falsedades. José Luis Rodríguez Zapatero, si es capaz de distinguir la verdad de la mentira, optó por la segunda e instaló su plan de acción en el camino que va del engaño a la superchería. Ahora, y por fijarnos únicamente en dos casos grandemente significativos, el embuste, o cuando menos la ocultación de la realidad, ha pasado a ser también un método de trabajo del PP.

Mariano Rajoy sustentó buena parte de su oferta electoral en el compromiso de no subir los impuestos. Insistió en ello una y otra vez para marcar distancias, especialmente, con Alfredo Pérez Rubalcaba. Su primera gran decisión política ha sido, precisamente, subir los impuestos y, entre ellos, el IRPF que afecta directamente a las rentas del trabajo. Las proclamas electorales, ¿tienen o deben tener algún valor de compromiso entre quienes piden el voto y los que se lo otorgan?

Es muy posible que no haya otra solución mejor y más factible que ese incremento fiscal que ya nos aflige. No critico la medida, sino que les invito a reflexionar sobre el valor de la palabra dada por nuestros gobernantes. Cabe suponer que, después de dos legislaturas como jefe de la Oposición, Rajoy tendría una imagen bastante precisa de la situación real de las cuentas del Estado. Más todavía si se considera que la mayoría de sus acompañantes de máxima confianza – hoy miembros del Gobierno – proceden de los altos cuerpos funcionariales del Estado y están avezados a escudriñar sus tripas y vicisitudes.

Si Rajoy sabía, o sospechaba, la realidad y, a pesar de ello, cantó a los cuatro vientos que no subiría los impuestos, malo; si no conocía esa realidad, peor.

El PSOE, incluso desde la desautorización moral en la que le ha sumido el zapaterismo y agigantan sus guerras intestinas, se ha apresurado a valorar como “fraude” el hecho de que el PP ocultara su intención de modificar el IRPF y la portavoz socialista de Economía en el Congreso, Inmaculada Rodríguez Piñero, acierta cuando dice que “Rajoy ha engañado a los electores al decir que no elevaría los impuestos”.

Otro caso flagrante de depreciación de la palabra dada nos lo ofrece el ahora ministro de Justicia Alberto Ruiz Gallardón quien, a pesar de ello y a la vista de los nombramientos efectuados en su área de responsabilidad, merece la esperanza de una regeneración del hoy políticamente amancebado Poder Judicial.

Hace solo unos meses, en mayo, cuando las elecciones municipales, Gallardón solicitaba su voto a los madrileños y prometía, ante la proximidad de unos comicios legislativos, agotar la legislatura como alcalde de Madrid. No lo ha hecho.

Gallardón, según la doctrina de Jesús Fueyo, uno de los intelectuales orgánicos del franquismo más ortodoxo –“¡ministro, aunque sea de Marina!” –, incumplió sin grandes prejuicios su compromiso con los electores que le habían dado una mayoría absoluta y les dejó compuestos y con alcaldesa, Ana Botella, que posiblemente lo hará muy bien, pero era número dos en la lista del PP.

La lista de casos podría alargarse en unas cuantas docenas, pero bastan dos botones como muestra. ¿Cuál es el valor de la palabra de un político?

Uno de los muchos y buenos maestros con los que me ha obsequiado la vida – lamento no recordar cuál – solía repetir con intención polisémica que el hombre es hombre, precisamente, por la palabra. Hoy, supongo, no se atrevería a repetirlo en público.

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