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Sobre verdad y engaño en la acción política, o los graves daños políticos del hábito de mentir (por Carlos Martínez Gorriarán)

Publicada el mayo 16, 2012 por admin6567
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(Publicado en El blog de Carlos Martínez Gorriarán, aquí)

Hace unos días, el Financial Times reaccionaba a las primeras entregas del drama de la nacionalización de Bankia denunciando y lamentando la dificultad en decir la verdad de los políticos y banqueros españoles. Con toda la razón, el diario económico señalaba la imposibilidad no ya de restaurar la confianza económica en un país –y en unos bancos- gobernado con el engaño permanente, sino también de tomar las medidas de política económica necesarias para resolver los problemas de fondo. En efecto, hemos pasado de escuchar el autocomplaciente discurso de que disfrutábamos del mejor sector bancario del mundo, vigilado por un regulador modélico a nivel mundial, el Banco de España, a asistir al desplome de BFA-Bankia, entidad sistémica en gran parte desplomada por la costumbre de mentir, sea en forma de ingeniería contable o de lisa y llana ocultación de la realidad. Costumbre que llegó al paroxismo cuando Bankia entró en bolsa con las bendiciones del gobierno de Zapatero, de la CNMV y de los expertos y avalistas de un folleto que distorsionaba grotescamente la verdadera situación financiera del banco virtual del PP. Las víctimas: en primer lugar, los 400.000 ahorradores de la entidad convertidos con engaños y presiones en accionistas dueños de papeles sin valor; en segundo lugar, la credibilidad de España como Estado serio y en particular del Banco de España y del sistema financiero; en tercer lugar, todos nosotros porque seremos quienes debamos pagar esta nacionalización –perfectamente evitable si se hubiera actuado a tiempo– a costa de un profundo empobrecimiento personal y colectivo: el dinero enterrado en Bankia y demás entidades nacionalizadas no irá a educación, sanidad o cohesión social, ni siquiera a reducir el déficit público señalado como mal absoluto, sino a reflotar –si se consigue- una entidad financiera hundida por la costumbre de mentir y la tolerancia del engaño masivo.

Hay dos formas exageradas de considerar los vínculos entre ética y política: decir que ambas son la misma cosa y sostener que no tienen nada que ver. Ni tanto ni tan calvo: entre ética y política hay zonas de superposición y continuidad, pero porque son sistemas distintos. Simplificando, la ética trata del gobierno personal de la vida de cada uno (en contra de la extendida opinión de que sobre todo sirve para juzgar la conducta de los demás), y la política del gobierno de las cosas públicas que importan a todos (incluyendo a los que dicen que no les importan nada). Pero hay un tema particular donde ética y política establecen un vínculo de retroalimentación donde cada una de ellas ilumina a la otra: la obligación de decir la verdad o no mentir, que es tanto ética como política. Es cierto que decir la verdad y no mentir no son exactamente lo mismo, pero creo que la equivalencia sirve para el caso que nos ocupa: la acción política.

Una peculiaridad de la acción política es que consiste, en la mayoría de los casos, en una acción indisolublemente ligada al uso de la palabra: hacer política es decir ciertas cosas, adquirir ciertos compromisos, elegir las palabras y expresiones que van en las leyes, normas y decretos de gobierno. Abreviando, diríamos que hacer política es lo mismo que dar la palabra o comprometerse con la palabra dada. O debería serlo. Y cuidado, no sólo por el imperativo ético de que debemos evitar el engaño y rehuir la mentira, sino por pura eficacia: cuando no se mantiene la palabra dada la política deja de ser eficiente porque nadie puede creer en ella. Faltar a la palabra dada, engañar y mentir, es la vía más rápida para que crezca el escepticismo e incluso la hostilidad a la política. Todos sabemos que en los ataques a los “políticos” (y entrecomillo esta palabra porque en democracia todos somos políticos, como tantas veces ha explicado Savater) está siempre presente la acusación de que éstos son mentirosos, hipócritas o inmorales porque engañan a la gente. Aunque se debe añadir que si bien la primera vez que nos engañan la culpa es del mentiroso, la segunda vez ya es nuestra, por dejarle. Cierto es que la tolerancia o intolerancia del engaño no es la misma en todas las democracias: las anglosajonas y nórdicas son esto mucho más estrictas que las latinas o mediterráneas, como bien sabemos. En España no sólo es inimaginable un impeachment como el que sufrió Clinton por el caso Levinsky, sino que ni siquiera existe ese procedimiento para destituir a la máxima magistratura si se le descubre en flagrante engaño. Aquí somos más cínicos, o eso parece.

Todos los seres humanos sabemos lo que es mentir o engañar y lo hacemos a menudo, empezando por engañarnos a nosotros mismos. Esperar otra cosa de los semejantes metidos en la acción política –o en la empresa, que en esto se parecen mucho- sería demasiado ingenuo. Pero si la democracia funciona con instituciones, leyes y valores políticos es precisamente porque es necesario poner cortafuegos y sanciones a nuestras humanas debilidades. De manera que en una democracia es muy probable que los “políticos” mientan o engañen, pero la democracia tiene recursos para hacer pagar caro el abuso de esos vicios (el primero, no volver a votar a mentirosos ni corruptos, pero en eso la ciudadanía también falla a menudo repitiendo el mal conocido).

Así pues, el problema no es si la política es más o menos mentirosa que otras instituciones humanas como el periodismo, la economía o las bellas artes, sino en qué pasa cuando la democracia acaba siendo corroída por la mentira y el engaño, bien por la degeneración de las prácticas políticas, bien por la tolerancia de los ciudadanos o, como es lo habitual, por la confluencia de ambas.

Pues bien, se puede sostener sin género de dudas que cuando un sistema político ha perdido su credibilidad minado por la institucionalización del hábito de mentir, y además eso sucede en una crisis económica sistémica, está al borde del colapso. Es, ni más ni menos, lo que nos está pasando en la democracia española. La regeneración democrática comenzará por desterrar esos hábitos perniciosos, o sencillamente no se producirá. Todos los días tenemos pruebas y demostraciones elocuentes de que el Gobierno de Rajoy no es más sincero ni veraz que los de Zapatero, y que la ocultación de la verdad y el engaño son instrumentos habituales de gestión –desastrosa- de lo público, así se trate del fin de ETA o del saneamiento del sistema financiero. Los prestamistas internacionales, los famosos mercados, hace tiempo que se dieron cuenta de esto gracias a estar libres de la servidumbres consecuencia de la fidelidad partidista. Por eso, contra sus promesas, Rajoy no ha sido capaz de restaurar la invocada confianza en España, que en realidad es confianza en sus instituciones públicas y privadas; al contrario, esa confianza baja de día en día, como mide implacablemente la Prima de Riesgo. Es imposible obtener confianza y tener credibilidad cuando los mismos errores, omisiones, ocultaciones y mentiras se repiten rutinariamente, como ha vuelto a poner de relieve lo sucedido con Bankia. Porque no se trata sólo de cambiar de políticos, sino sobre todo de políticas. Para empezar, necesitamos con urgencia restablecer la veracidad en la acción política: entonces, la confianza y la credibilidad vendrán ellas solas.

 

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Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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