Mas ha asumido una decisión de altísimo riesgo: canalizar políticamente lo que llama la transición nacional
Josep Ramoneda (Publicado en El País, aquí)
La manifestación del 11 de septiembre en Barcelona significa un salto
cualitativo en la historia del catalanismo político. El eje del nacionalismo
catalán se desplaza hacia la independencia. Y así lo entendió el presidente
Artur Mas, que, en su conferencia de prensa de valoración de la Diada, asumió la
responsabilidad de liderar la traducción política de la manifestación. Nunca un
presidente de la Generalitat restaurada había tenido un discurso tan
inequívocamente independentista. Artur Mas ha dejado en segundo plano la
cuestión del pacto fiscal —argumento central de la legislatura hasta el momento—
para desplazar el acento hacia la transición nacional. Y defendió como algo
“natural” y “sin dramatismo” que Cataluña tenga un Estado propio para ser un
país como los demás.
¿Cómo la independencia ha alcanzado una posición hegemónica en el
catalanismo? ¿Cómo un movimiento que, tan solo hace diez años, empezaba a
emerger de la marginalidad ha conseguido un crecimiento tan espectacular? Para
mí, hay un factor fundamental: la profunda transformación de la sociedad
catalana. Las nuevas generaciones no tienen nada que ver con la generación de la
Transición. Carecen de los miedos, las complicidades y los prejuicios que
teníamos nosotros. Han sido formadas en la escuela catalana, con unos referentes
culturales muy distintos y han asumido con naturalidad la condición de Cataluña
como país. Los hijos de quienes llegaron a Cataluña en los años sesenta desde el
resto de España, nacieron aquí y tienen unos parámetros sentimentales muy
distintos. Por eso el independentismo ha crecido en transversalidad social y
cultural.
La recurrente confrontación entre el nacionalismo español y el nacionalismo
catalán, con réditos electorales para las dos partes, ha sido expresión de la
eterna incomprensión entre España y Cataluña y motor de desafección. Treinta
años después, el Estado de las autonomías no ha resuelto el problema de la
inserción de Cataluña y del País Vasco, sino más bien al contrario: los ha
acercado a la puerta de salida. Y la crisis económica, que ha convertido en
verdad social indiscutida en Cataluña que estar en España tiene un coste
altísimo para su bienestar, ha agravado el desencuentro.
A todo ello hay que añadir la espoleta: la sentencia del Constitucional sobre
el Estatuto de Cataluña. Se impuso la sensación de que se había tocado techo. De
que era imposible establecer un clima de complicidad con España. La
manifestación de julio de 2010, en que ya el independentismo se hizo sentir con
fuerza, fue un primer aviso. No se quiso entender: al contrario, se minimizó el
acontecimiento. Ahora, aquella frustración ha explotado redoblada. Los problemas
que no se afrontan acaban reapareciendo, generalmente, en una versión mucho más
complicada.
Los parámetros de situación han cambiado. Y los viejos clichés no sirven para
analizar el nuevo escenario catalán. El pujolismo se acabó. El propio Pujol se
dio cuenta y se acercó a la independencia. La idea de que CiU manejaba los hilos
de la queja, pero que siempre acababa pactando y que, mientras estuviera en el
poder, nunca cruzaría determinadas líneas rojas, ya no sirve. Como tampoco
sirve, por simplista, la creencia de que el nacionalismo se radicaliza más o
menos en función de los intereses de los 400 que mandan siempre en Cataluña. Un
sector muy importante de estas élites, las 25 o 30 personas que forman el núcleo
duro del poder económico, no están precisamente entusiasmados con lo que está
pasando. Y han presionado al presidente Mas, aparentemente sin éxito, para que
modere las expectativas.
El destino de los movimientos sociales depende mucho de su capacidad de
transformación en políticas concretas. Artur Mas ha optado por asumir el reto de
canalizar políticamente lo que él llama la transición nacional. Es una decisión
de altísimo riesgo. Y muy especialmente en un contexto de crisis y en la
delicada situación económica de Cataluña. Es una apuesta que carece de término
medio. O pasa a la historia o se hunde en un gran fiasco. Pero hay que
reconocerle la claridad. Que es lo que en estos momentos parece exigible a todos
los actores políticos. En este sentido, es lamentable el desdén de Mariano
Rajoy. Llamar algarabía a una manifestación de centenares de miles de personas
es un desprecio que solo se explica por la impotencia política del
presidente.
Y ahora, ¿qué? En democracia la respuesta solo puede ser una: política y
urnas. Que cada cual presente sus proyectos alternativos, sin ambigüedades y con
convicción, y que decidan los electores. Tal como van las cosas, no sería
extraño que Cataluña votara en primavera. Entonces veríamos la envergadura
exacta del cambio de escenario.
En cada sociedad las fuertes tienen que tirar y apoyar los debiles. En tiempos dificiles la solidaridad tiene que ser presente y governar.
En la crisis en Espana, los cuidades fuertes tienen que ayudar las cuidades debiles.