La derecha israelí sería la clara excepción a la regla, pero cabe poca duda de que Obama es el favorito del mundo
John Carlin (Publicado en El País, aquí)
Una amiga estadounidense activa en la campaña de Barack Obama me escribió
desde Washington esta semana lamentándose de que los extranjeros no puedan votar
en las elecciones que se celebrarán pasado mañana en su país. “Ganaríamos por
goleada”, dijo. Hay datos que la avalan.
Un artículo en The Washington Post hace un par de semanas afirmó que
Obama gozaba de “una amplia popularidad” en el resto del mundo, especialmente en
Europa. “Desde las Highlands de Escocia hasta el tacón de Italia todo es
territorio Obama”, dijo el Post. “Una encuesta el mes pasado de la
Marshall Fund de Alemania indicó que el 75% de los europeos estaba a favor de
Obama contra un 8% que iba con Romney”. Incluso los líderes conservadores de
Europa han demostrado ser partidarios de Obama, señaló el Post, entre
otras cosas porque razonan que asociarse con él mejora su imagen ante sus
propios votantes. Mariano Rajoy, por ejemplo, se hizo la foto en septiembre con
Obama pero se negó, cuando se le presentó la oportunidad, en Londres en julio, a
hacérsela con Romney. Boris Johnson, el alcalde conservador de Londres y
probable futuro líder de su partido, menospreció al candidato republicano en las
vísperas de los Juegos Olímpicos refiriéndose a él como “un tipo llamado Mitt
Romney”.
En cuanto a Asia, una encuesta reciente mostró que el 86% de los japoneses y
el 63% de los chinos respaldaban a Obama. Podemos suponer, sin necesidad de más
encuestas, que el apoyo se extiende más allá de Europa a África, a América
Latina, a los países musulmanes. La derecha israelí, cortejada sin disimulo por
Romney, sería la clara excepción a la regla, pero por lo demás cabe poca duda de
que Obama es el candidato favorito del mundo.
¿Por qué? Cada país tendrá sus razones. Pero en el fondo se reduce a lo
siguiente: Obama pertenece de manera más reconocible al resto del planeta Tierra
que Romney; sus valores, siendo más tolerantes, son más inclusivos; vive menos
encerrado en aquella estrecha y autosatisfecha isla mental —excepcionalismo
americano, la llaman— habitada por su rival y los que votarán por él.
Entrar en los detalles políticos y económicos que definen y dividen a los dos
candidatos presidenciales no sería, en este amplio contexto, relevante. En
general la gente fuera de EE UU (y muchos dentro, pero esa es otra cuestión) no
sigue los pormenores de la campaña presidencial, pero sí les interesa quién va a
ganar. Sienten, de manera intuitiva pero también por algunos hechos concretos,
que Obama tiene más sensibilidad por lo que ocurre en el resto del mundo y, como
consecuencia, representa menos peligro para todos. Sobre la mayor amenaza que
late sobre Oriente Próximo hoy día, una posible guerra con Irán, Romney se ha
posicionado incondicionalmente al lado del belicoso primer ministro israelí,
Benjamín Netanyahu, con quien Obama ha preferido mantener las distancias.
Hay una cosa en la que Obama y Romney están de acuerdo. Chocan en cuanto a la
economía, la sanidad pública, el aborto, la homosexualidad, el medio ambiente,
pero algo que no deja de hacer ninguno de los dos es recordar a sus ciudadanos
que viven en el mejor país del mundo, el más rico, el más fuerte. No hablan casi
nunca de política exterior en sus campañas porque saben que a pocos de sus
compatriotas les importa, y a los votantes indecisos menos. Pero ambos se hacen
eco en sus discursos de la famosa frase de Thomas Jefferson, que Estados Unidos
representa “la última y la mejor esperanza para la humanidad”. Tienen que
hacerlo. Esta fe y este optimismo son los sellos de identidad de la gran mayoría
de los votantes.
Pero Romney se lo cree más que Obama, cuyo padre era keniano, que pasó parte
de su infancia en Indonesia y está más dispuesto a reconocer lo complejo y
variado que es el mundo en el que vivimos, a respetar más a los que no han
nacido en EE UU. Y el mundo lo agradece, aunque eso no signifique que en caso de
ser reelecto se den las circunstancias para otra guerra. La diferencia es la
sensación que da Obama de que antes de actuar se lo pensaría dos veces, y con
bastante más criterio que su rival.
Por tanto, es lógico que el mundo no solo se interese por la contienda entre
Obama y Romney, sino que tome partido. EE UU puede o no ser el mejor país de la
historia, pero es sin duda el más influyente. Debido a los límites —la división
de poderes— que le impone la Constitución, el presidente tiene más libertad para
incidir en las vidas de gente fuera de su país que dentro (si lo dudan,
pregunten en Pakistán o Irak o Irán o Palestina o Israel, lugares cuyos
destinos, por cierto, nos afectan a todos). Por eso hay cierta lógica en la idea
de mi amiga en Washington de que el resto del mundo debería poder votar en las
elecciones de su país. No va a ocurrir, con lo cual este martes estaremos a la
merced de millones de personas que sienten mínimo interés por cómo somos o qué
pensamos. La abrumadora mayoría iremos con Obama porque sabemos que él y los
suyos se interesan un poco más.