Fernando Vallespín (Publicado en El País, aquí)
“Cuando miro demasiado a los números veo borrosa a la gente”, decía un
personaje de El Roto en uno de sus agudos chistes con motivo de la crisis. Es
una magnífica metáfora de la situación en la que nos encontramos, la hegemonía
de una forma de hacer política en el que la presunta estabilidad del sistema
predomina sobre las necesidades sociales. O, lo que es peor, en la que el
destino de personas de carne y hueso, con nombres y apellidos, se subordina a
los fríos cálculos de una política tecnocratizada. Ya no nos gobiernan los
políticos sino los expertos al servicio de no se sabe bien qué tipo de
intereses. Con la paradoja, además, como ocurre ahora con Grecia, que el otrora
frío FMI es acusado de condescendiente por parte de los halcones de los poderes
político-económicos del momento en Europa. ¡Lo que hay que ver!
“Paciencia, paciencia” fue el mensaje de Merkel a los portugueses, que venían
siendo los más dóciles; algo similar nos llega de nuestro Gobierno. Pero el
tiempo pasa y la situación no se revierte. Y a la vista de la ausencia de
horizontes derivada de la aplicación de políticas que casi todos sabemos
erróneas, la desesperanza va haciendo mella entre la población. Como bien decía
la Primera Ministra de Dinamarca, Helle Thorning-Schmidt, una cosa es hacer
sacrificios y otra ser sacrificados. Bajo estas condiciones es difícil que la
gente no desee hacerse presente, salir de la bruma a la que la habían arrojado
las disciplinas impuestas por los nuevos poderes, enseñar sus rostros a quienes
pretendían ocultarlos detrás de los insensibles cálculos macroeconómicos.
Es posible que la huelga sea mala para hacer cuadrar los números. Pero es
estupenda para vigorizar la democracia, para trasladarnos a todos el sentir de
quienes más están sufriendo la crisis. No hay que analizarla solo como un pulso
entre sindicatos y gobierno, sino como una confrontación entre política y
economía. Es parte de los mecanismos de la democracia, un recurso de última
instancia que tiene la capacidad de acoger el descontento ante un lento y
sistemático despiece del Estado de bienestar. Lo extraordinario hubiera sido que
no se produjera, que la fractura social que se ha ido abriendo en nuestro país
no tuviera una vía para exteriorizarse y simbolizar el hartazgo. El hecho de que
fuera instada por los sindicatos y algunos partidos la recubre además de una
importante legitimidad “institucional”, y esto son buenas noticias en unos
momentos en los que crece la deslegitimación del sistema político y la
conflictividad social amenaza con hacerse crónica y con caer en el nihilismo
político.
A pesar de los esfuerzos comunicativos del ministro De Guindos, todavía no se
ven brotes verdes por el lado de la economía. En el de la política, sin embargo,
sí empiezan a hacerse presentes algunos signos de esperanza. El caso del posible
acuerdo en torno a los desahucios es una muestra de ello. Aunque haya que
lamentar que se hicieran oídos sordos cuando el 15-M empezó a lanzar las
primeras señales de alarma. Poco a poco comienza a calar la idea de que sin
consensos básicos entre los partidos, no solo entre los dos más grandes, la
indudable amenaza que pende sobre la cohesión social no podrá ser despejada.
Esperemos que estos alcancen también a las políticas económicas y -¡falta le
hace!- a medidas efectivas que acerquen a la clase política a los ciudadanos.
¿Para cuándo una reforma electoral mínima y un primer esbozo de acuerdo en torno
a la puesta en marcha de un cambio constitucional?
Mientras eso llega, que llegará, hoy seguiremos con la guerra de cifras en
torno al éxito o fracaso de la huelga general. Como si eso importara ante los
aplastantes datos del deterioro objetivo en el que se encuentran tantos y tantos
grupos sociales. Con nombres y apellidos, con rostros perfectamente
reconocibles.