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La Corona (por Jorge M. Reverte)

Publicada el abril 14, 2013 por admin6567
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La justificación de la monarquía es más que difícil ahora, cuando llevamos décadas de democracia

Jorge M. Reverte (Publicado en El País, aquí)

El problema de la Corona es que solo es sostenible si quien la encarna es
irreprochable. Y hoy, una serie de circunstancias que ponen en duda esa cualidad
dejan la Institución a los pies de los caballos. Cuando un político, de
cualquier signo, intenta defender hoy a Juan Carlos I se refiere inevitablemente
al 23-F y a lo agradecidos que le tenemos que estar por aquello. Pero eso se ha
convertido ya en un razonamiento endeble. Ha de cambiar el relato y hacerse más
sólido.

Porque la justificación de la monarquía es más que difícil ahora, cuando
llevamos décadas de democracia consolidada.

La Constitución de 1978, el texto más democrático que ha regido la
organización política del Estado en toda la historia española, contiene párrafos
de importancia sustancial que provocarían el escándalo de cualquier
constitucionalista marciano que desconociera los avatares del devenir político
español.

En el artículo 14 de la ley suprema se reconoce que “todos los españoles son
iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de
nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra circunstancia
personal o social”. A pesar de esa solemne declaración, el punto 3 del artículo
56 establece que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a
responsabilidad. Y el artículo 57 dice que la Corona de España “es hereditaria
en los sucesores de su majestad don Juan Carlos de Borbón, legítimo heredero de
la dinastía histórica”. Luego, ese mismo artículo desarrolla que la herencia de
la responsabilidad tendrá un orden en que prevalecerá la primogenitura y el
sexo.

La amarga experiencia del borboneo practicado por anteriores
monarcas hizo que los redactores de la Constitución de 1978 tomaran precauciones
importantes para preservar la democracia de posibles actitudes indeseables. La
más importante es la de que el Rey solo puede tomar decisiones de carácter
político cuando estén refrendadas por el presidente del Gobierno, los ministros
implicados o la presidencia del Congreso de los Diputados.

Es evidente que esta precaución elimina muchas incertidumbres. Pero sigue
habiendo una anomalía descomunal en la declaración del Rey como persona
inviolable y no sujeta a responsabilidad. La declaración de que todos los
españoles son iguales ante la ley y esta prerrogativa chocan de manera
escandalosa.

No es menos chocante la función que tiene: es el símbolo de la unidad y
permanencia del Estado. Y esta auténtica encarnación de un abstracto será
transmitida por vía familiar. Es decir, que la legitimidad democrática no se la
dan los votos, sino el ADN. Y depende del azar el que quien herede la función
sea un genio o un disparatado borboneador.

Todavía no nos hemos visto sometidos de una forma dramática a las posibles
consecuencias de tener un mal Rey. Aunque ni los más conspicuos monárquicos
niegan que nos hemos acercado bastante con la suma de escándalos y escandalitos
que la familia real ha protagonizado.

Creo que el mejor argumento que utilizan quienes defienden esta anomalía de
la razón democrática es el de que la existencia del Rey ofrece una última
trinchera cuando hay crisis políticas profundas. Pero también sabemos que eso
tiene posibles arreglos distintos: el caso de Italia, que ha gozado de
presidentes de la República como Sandro Pertini o, ahora, Giorgio Napolitano,
los dos ampliamente refrendados por los votos, indica que es posible sobrevivir
sin la garantía del ADN.

Y es cierto que la tormentosa situación en la que vivimos no aconseja añadir
un problema, una crisis suplementaria, al debate político. Esto debe resolverse
de forma tranquila, reposada y prolongada.

Pero la anomalía es profunda, y los ciudadanos conocen a fondo sus derechos.
La magia, la irracionalidad, no pueden presidir y mancar una Constitución que,
en sus líneas generales, ha dado tan buenos resultados y puede seguir dándolos.
Se ha hablado ya en muchas ocasiones de corregir el contenido machista de la
línea hereditaria. Pero lo más grave, lo más complejo se produce en el terreno
de la irresponsabilidad.

Lo que provocó la enorme crisis de 1931, la que condujo a la II República,
fue la debilidad intrínseca de la institución para defenderse de sí misma. Un
rey, Alfonso XIII, borboneó, abusó de su privilegio. En aquel caso,
porque entró en la política de mala manera. Hoy, la crisis crece por los
comportamientos humanos de una figura que está investida de ropajes divinos.

Debatamos, aunque sea suavemente.

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