A base de controlar inmensos sectores de la realidad y de empeñarse en transmitir una imagen muy concreta de España, los partidos tradicionales han terminado por aislarse y convertirse en entes extraños para los ciudadanos. Mientras pareció que las cosas iban bien, ese aislamiento podía pasar desapercibido. A estas alturas, ya no se le escapa a nadie. Abrumados por sus propios problemas internos, PP y PSOE se han plegado sobre sí mismos, como langostas que se sienten atacadas, y se han ensimismado aún más. En Génova se oyen críticas superficiales y anónimas, sin que nadie se atreva a dar ningún paso. En Ferraz, ha comenzado el juego de nombres que no sirve para ocultar que el problema es mucho más profundo.
Organizar un partido político no es sencillo, pero resulta sencillamente imposible si no se tienen claros algunos principios. El primero es que ningunas siglas están por encima ni al margen del país. La desaparición de una formación sólo sería un drama si no tuviera alternativa, si con ella murieran algunas ideas valiosas que ya nadie defendiera. Tampoco resulta factible cuando lo interno resta demasiadas energías o incluso entorpece lo externo. Colaborar en un partido no es incompatible con desear reconocimiento ni con la sana ambición, siempre y cuando no se confundan las prioridades ni se sobreestime la propia capacidad. La primera pregunta que alguien que se va a postular como alternativa debería hacerse es, “¿de verdad soy la persona adecuada?” Porque si no lo es, puede terminar dañando al proyecto que desea liderar. Algo parecido ocurre cuando se da el paso de realizar una crítica pública. Es algo perfectamente legítimo y hasta conveniente, siempre y cuando se responda afirmativamente a dos preguntas: “¿Es justo lo que voy a decir?” y “¿estoy dispuesto a hacerme responsable de las consecuencias de lo que voy a decir?”
Es muy raro el caso de los que dan un paso atrás, pero en algunas ocasiones puede ser una forma de grandeza. Quizás, por ejemplo, Mariano Rajoy hubiera sido un buen responsable de una administración menor en otro momento histórico. Lo que es seguro es que hoy no es el líder que España necesita. Quizás en el PP existan alternativas que nunca se hayan decidido a dar el paso. Las críticas internas siempre han dado la impresión de estar más destinadas a la autopromoción que a la consecución de las reformas necesarias. Rubalcaba nunca fue otra cosa que el fantasma de Zapatero, lo que no le impide seguir ahí. Para encontrar una alternativa libre de hipotecas, los socialistas parecen tener que recurrir a personas con escaso recorrido y sin peso intelectual detectable. No se aprecia ningún debate interno valiente y veraz. Hace años, una mujer trató de suscitarlo y, convencida de que sus esfuerzos serían en vano, fundó junto con otros ciudadanos Unión Progreso y Democracia. A veces, lo sensato no es un paso adelante ni atrás, sino hacia fuera.
No, no es fácil organizar un partido político. Debe ser un sistema abierto y flexible, permeable a la crítica, integrador. Y esto debe conjugarse con la emisión de un mensaje potente e inequívoco. Una voz reconocible. La democracia interna es imprescindible para evitar el autismo que observamos en los partidos tradicionales. Una democracia interna verdadera, y no un mero artificio propagandístico. Se trata de otorgar a los afiliados el poder de tomar las decisiones más importantes, y confiar en que cada uno de ellos, o al menos la inmensa mayoría, use ese poder con responsabilidad. España necesita más gente comprometida con la política y mayor virtud ciudadana de los que ya participan. Si el bipartidismo no es capaz de entender esto, su descalabro no ha hecho más que empezar.