
Las reformas más importantes que necesita España exigen cambiar nuestra Carta Magna: el modelo de Estado, la Ley Electoral, los conciertos económicos… Es mucho lo que puede hacerse sin abrir el melón constitucional, pero si se quiere llegar hasta el fondo (y, desde luego, eso es lo que nuestro país pide a gritos), sería necesario inaugurar, como ha pedido UPyD, un periodo constituyente. Cuando esto se reclama, la respuesta del Gobierno es siempre desdeñosa. Recientemente, en respuesta a los socios navarros del PP que empiezan a ver en peligro su privilegiado régimen fiscal, Rajoy ya dijo que no tenía ninguna intención de entrar en materia.
Se diría que el presidente considera la reforma constitucional una excentricidad o un capricho. Sin embargo, su propio gabinete se encuentra de vez en cuando con dificultades que resultan muy reveladoras. Hace unas semanas se presentó a bombo y platillo la reforma de la Administración Local. El proyecto empezaba reconociendo lo que hasta entonces se había negado: que el actual mapa municipal es inviable. El tamaño medio de las localidades es tan pequeño que se traduce en pobres servicios, gasto disparado, despilfarro y, en muchas ocasiones, corrupción. ¿Cuál es la brillante propuesta del Ejecutivo? Retirar competencias a los ayuntamientos menos eficientes para dárselas a las diputaciones provinciales.
Ayer, el Consejo de Estado emitió un informe que cuestionaba muy seriamente la constitucionalidad de esta reforma. El órgano consultivo da la razón a UPyD, que ya denunció el desmantelamiento de los ayuntamientos en favor de las opacas y derrochadoras diputaciones, cuyos miembros no son elegidos directamente. La autonomía municipal está consagrada en la Constitución. ¿Cómo es posible que un Gobierno tan preocupado por la integridad del vigente texto constitucional trame un proyecto que lo conculca? Por un motivo muy sencillo: porque en realidad no es la Constitución del 78 lo que les importa, sino el statu quo que de ella ha emanado.
La fusión de municipios permitiría aumentar su tamaño y por tanto su eficiencia. No sólo conservarían sus competencias actuales, sino que incluso podrían asumir otras nuevas si se considerara conveniente. Sería posible prescindir de las diputaciones. Permitiría un ahorro de unos 15.000 millones al año. Pero tendría un coste: desaparecerían miles de actas de concejales e incontables chiringuitos. Crujirían las estructuras internas de los partidos viejos. Por este motivo el Gobierno prefiere una chapuza que es, probablemente, inconstitucional. Por este motivo ni se plantea aplicar el artículo 155 ante los abusos del independentismo. Por este motivo no obliga al nacionalismo catalán a cumplir las sentencias del TC. La Constitución les da igual.
Tomarse en serio la Constitución – algo inexcusable en democracia – significa cumplirla estrictamente, defenderla de los ataques que pueda sufrir y, cuando sea imprescindible, afrontar su reforma. Así lo entiende Unión Progreso y Democracia, justo al revés que el bipartidismo, experto en sortearla cuando le conviene y usarla de parapeto cuando se siente amenazado.