(Publicado en El blog de Carlos Martínez Gorriarán, aquí)
Alguien puede alegar que no estamos para federalismos y que, como le gusta decir a Rajoy, “lo único que importa es crear empleo”. Pero nadie informado ignora que nuestra dramática crisis económica ha sido empeorada por unas instituciones políticas deficientes, y por un sistema de administraciones elefantiásico que consume los recursos retirándolos de la economía productiva. Cualquier emprendedor o profesional puede contar que obtener crédito es casi imposible, pero la deuda pública no para de crecer para financiar la administración y el equivocado rescate bancario. En otras palabras, para crear empleos y reanimar la economía es vital solucionar la crisis política previa. Necesitamos un cambio constitucional profundo, y uno que dotara a España de un Estado federal parecido al de Alemania, Suiza o Canadá iría en la buena dirección.
¿Puede pues el federalismo resolver algunos de nuestros problemas políticos más graves? Cada día somos más quienes así lo creemos, aunque quizás no por las mismas razones. Para empezar diré, contra lo que sostiene Rubalcaba, que el federalismo no satisface a los nacionalistas: ellos no quieren igualdad y lealtad federal, sino diferencia y soberanía. Y en cualquier caso, una reforma semejante sólo puede y debe hacerse para solucionar problemas que afectan a todos. La cuestión es la insostenibilidad del peculiar Estado de las Autonomías creado durante la transición. Descartado el Estado unitario tradicional, que tiene problemas incluso en Francia (por rígido y también costoso), un sistema federal, adaptado a nuestras características, es la mejor solución para un país tan extenso, heterogéneo y profundamente descentralizado como es el nuestro.
La Constitución de 1978 instauró un sistema indudablemente original. Por razones de prudencia política evitó la palabra “federal”, que sonaba a ruptura, pero introdujo rasgos claramente federales en la organización territorial del Estado. Sin embargo, al rehuir definir a España como Estado federal y tratar a la vez de contentar al nacionalismo -sin éxito, porque es imposible-, admitió el sinsentido de los “derechos históricos” y abrió la puerta a la delegación ilimitada de las competencias del Estado a las Comunidades Autónomas, con el resultado de que el Estado de las Autonomías es un raro híbrido de Estado centralista, federal y confederal. En efecto, es centralista mantener las anacrónicas Diputaciones provinciales, federal conceder a las Comunidades Autónomas competencias exclusivas, y confederal aceptar que las Comunidades Autónomas acaben siendo imitaciones de Estados soberanos.
Las confederaciones son asociaciones muy inestables, y por eso no hay ninguna hoy día. La única que sigue llamándose así, por razones históricas, es Suiza, que hoy es otra federación. En España, la inestabilidad confederal ha promovido las tensiones secesionistas en Euskadi y Cataluña, primero la de Ibarretxe y ahora la de Artur Mas. Ninguna nación del mundo puede soportar mucho tiempo que se ponga en cuestión la igualdad de derechos de sus ciudadanos para decidir sobre la integridad y el futuro de su país, y esa es la razón de que ninguna Constitución democrática reconozca el “derecho a decidir”, eufemismo de la autodeterminación. Por supuesto, una parte puede decidir que quiere abandonar el país de sus conciudadanos, pero Canadá advirtió a los nacionalistas de Quebec que, llegado el caso, deberían elegir entre la federación o la independencia sin ayuda canadiense. La soberanía a la carta, estilo adolescente, está completamente descartada.
¿Qué nos aportaría el modelo federal? En primer lugar reglas de juego claras e iguales para todos. En un Estado federal las competencias están claramente delimitadas, sin las carísimas e ineficaces duplicidades administrativas que soportamos en España y que tanto han agravado la crisis y erosionado el Estado de bienestar. Se sabe qué administración se encarga de cada cosa a partir de la regla de que la ley federal siempre prevalece sobre las leyes federadas o autonómicas.
El federalismo reconcilia descentralización territorial con igualdad de los ciudadanos. Protege constitucionalmente las características de los entes federados como sus tradiciones, lengua y competencias propias, pero sin que esas diferencias se opongan a la libertad personal y a la igualdad de todos. La descentralización es compatible con un Estado federal fuerte que garantice los derechos fundamentales y redistribuya recursos entre las comunidades -y personas- de distinto nivel de renta. El sistema fiscal federal es equitativo e igualitario: el Estado federal cobra sus impuestos, y los entes federados otros con los que financian sus gastos e inversiones.
Se trata de lograr lo que en España es cada día más difícil: que el Estado tenga recursos suficientes para invertir en educación, ciencia o sanidad, y que los ciudadanos -o las empresas- podamos ir de una Comunidad a otra sin perder derechos a la sanidad, educación o trabajo. Y el desvencijado y ruinoso Estado de las Autonomías ya es incapaz de eso. La descentralización y la diferencia, llevadas hasta el absurdo absoluto de los 17 sistemas descoordinados para todo (sanitario, farmacéutico, judicial, educativo, de normas de todas clases…), abandona a los ciudadanos a su suerte.
No le hagan caso al inmovilista Rajoy ni al nada federal Rubalcaba, pues su modelo político está muerto y eterniza la crisis: es el Estado de las Autonomías, que apenas puede hacer ahora algo más que pagar pensiones, subsidios al desempleo e intereses de la deuda, y eso a cambio de más impuestos y menores prestaciones. Podemos elegir si queremos ser un país arruinado donde las diferencias inventadas del nacionalismo y la burocracia voraz sean más importantes que las personas, o bien otro donde importen más la igualdad, la libertad y los derechos sociales que las sustancian. Un sistema federal puede conciliar descentralización racional con estos valores. Por eso es una solución.
Publicado en El Diario Vasco el 27 de octubre 2013