
Como ella misma recordó a los diputados, si se tratara de hablar simplemente sobre lo que se reflejaba en el orden del día el asunto no podría durar más de medio minuto: la competencia es indelegable. Todos sabían, sin embargo, que se trataba de algo más. El truco de los nacionalistas consiste en dar por hecho aquello en lo que dicen creer y centrar la discusión en lo instrumental. Tal es el caso de la falacia del derecho a decidir: ellos no plantean su existencia, sino que exigen poder ejercerlo. Hablan de las minorías oprimidas, cuando son ellos los que oprimen al disidente. Dicen querer engendrar un nuevo Estado europeo, cuando la secesión lo dejaría fuera de la Unión.
Plantar cara al nacionalismo en campo abierto significa no limitarse a explicarles la ley -que conocen perfectamente- sino traducir su lenguaje eufemístico a castellano corriente. Europa, ahora algo más de actualidad por la cercanía de las elecciones, se ofrece como perfecto ejemplo. Lo que pretenden Artur Mas y sus partidarios eslevantar fronteras donde no las hay, convertir en extranjero a quien no lo es. Exacatamente el camino inverso al europeo, que avanza hacia una comunidad política más amplia, los derechos y deberes compartidos y la eliminación defiitiva de las fronteras.
Negar las premisas más básicas del nacionalismo es importante por dos motivos: uno es la defensa de la verdad, por la que nunca se hace demasiado. La otra razón es el riesgo de que la respuesta clamorosa que el Congreso de los Diputados dio ayer a las intenciones de los emisarios de Artur Mas, se convierta en un simple preámbulo para una negociación que termine con nuevas cesiones del Estado a lo que Díez llamó "las obsesiones del nacionalismo". En efecto, cada vez son más los que se suman a la teoría de que "algo habrá que darles".
O se toma la dirección de Europa o se toma la dirección del nacionalismo. La primera pasa por la cesión de competencias hacia arriba, por compartir cada vez más soberanía con cada vez más gente. La segunda pasa por la cesión hacia abajo, dividiendo lo común, reduciendo lo compartido y fomentando la desigualdad. Casualmente, apenas unas horas después del debate sobre la consulta, se ha producido otro sobre el último Consejo Europeo. Tal y como había pronosticado Rosa Díez, los que en España quieren desmantelar el Estado se han llenado la boca con la construcción europea. Pues bien, la construcción europea es incompatible con la destrucción de España.
Europa se encuentra entre dos fuerzas: la de nacionalistas y populistas (uno y lo mismo) por un lado y la de europeístas y progresistas (uno y lo mismo) por el otro. Por más que CiU, PNV o ERC pretendan formar parte de la segunda, lo cierto es que no son más que infiltrados de la primera. Si se llama Unión Europea (y no Confederación de Estados Europeos) no es tanto por lo que es como por lo que aspira a ser. Conseguir la unidad significa renunciar y compartir, dos verbos que no sabe conjugar el nacionalismo, siempre hambriento y avaricioso. Convertir la negativa que ayer dio el Parlamento a los secesionistas en una plataforma desde la que iniciar una negociación ("darles algo") sería una imprudencia que nos alejaría, quién sabe por cuánto tiempo, de lo que España y Europa deberían ser.