Dos Españas, la de los atascos kilométricos a la salida de Madrid y la de lasmanifestaciones del Primero de Mayo. Podemos apostar por una de ellas. Una optimista, otra pesimista. O simplemente, preguntarnos en cuál de esos dos fenómenos se reconoce mejor a la España real: la que se echa a la carretera, al avión, al tren, para darse una alegría; o la que se echa a la calle a recordar que paro se escribe con “p” de precariedad y pobreza, y que, de momento, es lo que hay. Aun así, me parece bien que se nos invite oficialmente a compartir la percepción de que viene la remontada, aunque sólo sea por el llamado efecto placebo.
Hemos claveteado muchas veces la importancia de los intangibles en una crisis económica como esta. Sus muchos componentes psicológicos se encierran en uno: confianza. Tan contagiosa como la desconfianza. Por eso necesitamos, deseamos, celebramos, el testimonio del hostelero que habla de altas tasas de ocupación, la imagen televisada de la familia que acaba de aterrizar en una playa levantina, las declaraciones de los expertos anunciando mejoras en el consumo e incluso los atascos de tráfico a la salida de las grandes ciudades para aprovechar el “puente”.
Gobernantes y líderes de los sindicatos andan distanciados de la España silenciosa que no puede permitirse la escapada vacacional ni encuentra consuelo para su mal
El Primero de Mayo es la fiesta de los trabajadores. O de los sindicatos, que un año más aprovecharon la ocasión (la memoria de Chicago y las batallas de los tres ochos) para gritar al Gobierno que sin trabajo no hay autoestima ni socialización de las personas. Y, de paso, que sin trabajo o con trabajo tan precario como el que se está ofreciendo, no cuela el discurso oficial sobre la salida de la crisis. Mensajes devaluados en los medios de probada cercanía a la causa conservadora del Gobierno, centrados en destacar que las manifestaciones sindicales de este año (la central, en Bilbao, con Fernández Toxo y Cándido Méndez de protagonistas) quedaron por debajo de las expectativas de asistencia. La meteorología tira más que el sindicato en un país todavía de clases medias y de creciente escepticismo frente a sus representantes políticos y sindicales.
Tan enfrascados están en el ejercicio de su representación que los unos y los otros, gobernantes y líderes de los sindicatos, andan distanciados de la España silenciosa que no puede permitirse la escapada vacacional ni encuentra consuelo para su mal (el paro, la pobreza, la precariedad, el desahucio…) en las manifestaciones sindicales del Primero de Mayo. A esa España pertenecen los casi seis millones de parados cuya suerte, al menos por ahora, no cambia con los indicadores de la presunta recuperación: prima de riesgo, balanza de pagos, exportaciones, confianza del inversor extranjero, las tasas de crecimiento anunciadas el miércoles por el ministro Luis de Guindos, etc.
Los parados, como los pensionistas, no son esa “mercancía sobrante” y, por tanto, en constante depreciación de la que hablaba Jaime Vera en 1884 en su famoso informe sobre la clase trabajadora. A diferencia de la “prima de riesgo” o el “déficit estructural”, los parados piensan, sienten, quieren, sufren, tienen hijos, esposas, padres y hermanos. Y entre ellos es donde hay que buscar la caja negra de la crisis en función del único objetivo que importa a quienes creemos que la política económica se hace pensando en las personas y no en indicadores fríos. Ese objetivo es la creación de empleo, lo único que sirve como precursor de que se avecinan tiempos mejores. Lo cierto es que se sigue destruyendo empleo y el poco que se crea es cada vez más precario.