
Pedro Sánchez compareció ayer en La Moncloa para defender un Gobierno noqueado por la corrupción sistémica y la parálisis parlamentaria, pero su balance del curso político solo confirmó la agonía de un Ejecutivo atrincherado. En lugar de autocrítica profunda, optó por el victimismo habitual: «mentiras y fango» de la derecha, mientras Sumar exige remodelaciones y el PP clama por su dimisión. Esta debilidad no es coyuntural; es el epílogo de una legislatura naufragada en escándalos como Koldo, Cerdán y acoso sexual, que han erosionado cualquier resto de credibilidad.
El Gobierno vive en «indigencia parlamentaria», incapaz de aprobar presupuestos o reformas sin mendigar votos que ya no llegan. La ruptura con Junts ha sellado el bloqueo, dejando a Sánchez sin mayorías para nada relevante, mientras Yolanda Díaz advierte que «así no podemos aguantar». Esta parálisis no solo frena España, sino que proyecta una imagen de colapso institucional: un presidente bunkerizado en Moncloa, literal y metafóricamente, resistiendo lo inevitable.
El informe UCO de junio destapó comisiones ilegales en la cúpula socialista, con Sánchez presuntamente informado, lo que precipitó ceses tardíos y promesas vacías de «no tapar» nada. Hoy, la cascada de casos –desde Ábalos hasta acosos internos– refuerza la narrativa de corrupción endémica, calificada como «sistémica» por la prensa internacional. Admitir «errores» ayer no convence: es encubrimiento disfrazado de resistencia, mientras el PP explota el lodazal para ganar terreno electoral.
El búnker de la Moncloa: un balance que certifica el desgaste
Las consecuencias son inmediatas: socios desmarcan, barones socialistas murmuran y sondeos hunden al PSOE por debajo de 100 escaños. Sin moción de censura viable, Sánchez opta por la «resistencia total», pero esto solo prolonga la vergüenza: un Gobierno desacreditado que prioriza su supervivencia sobre el interés nacional. España merece alternativas, no un búnker presidencial que oculte la ruina política.
La comparecencia del presidente Pedro Sánchez para hacer balance del curso político de 2025 pretendía ser un ejercicio de rendición de cuentas. Acabó siendo, sin embargo, la constatación pública de un descrédito profundo que el Gobierno ya no consigue maquillar con relatos optimistas ni con enumeraciones de logros desconectados de la realidad social y parlamentaria.
Ayer, ante los medios, no hubo autocrítica. Hubo autoafirmación defensiva. Un discurso encapsulado, más preocupado por resistir que por convencer, que reforzó la imagen de un Ejecutivo atrincherado en la Moncloa. Cuando un balance anual se convierte en una lista de excusas, silencios y medias verdades, el problema no es la comunicación: es la política.
El presidente habló de estabilidad mientras el país asiste a una legislatura sostenida con alfileres, dependiente de pactos volátiles y cesiones opacas. Reivindicó avances sin explicar por qué la confianza ciudadana sigue cayendo, por qué las mayorías sociales no se reconocen en las decisiones del Consejo de Ministros o por qué cada votación relevante exige negociaciones de madrugada. El contraste entre el tono triunfal y el clima político real fue tan evidente que resultó incómodo incluso para quienes escuchaban con simpatía.
Un poder ensimismado que se aleja de la ciudadanía
El descrédito no nace de un tropiezo puntual, sino de una acumulación de incoherencias. De promesas que se reinterpretan, de líneas rojas que se difuminan, de reformas anunciadas que llegan tarde o nunca. El Gobierno insiste en gobernar “para la gente”, pero la gente percibe un poder ensimismado, más atento a su supervivencia que a recomponer consensos básicos. Ayer, esa percepción se hizo carne en una comparecencia donde faltaron respuestas a las preguntas esenciales.
Tampoco ayudó el desdén hacia el Parlamento. El balance obvió la erosión institucional que provoca legislar a golpe de decreto, la normalización de la excepcionalidad y la sustitución del debate por el cálculo. Cuando el Ejecutivo reduce la política a una suma de tácticas, pierde la autoridad moral para pedir paciencia o comprensión.
En política, la credibilidad no se decreta: se construye. Y se pierde cuando el discurso oficial deja de dialogar con la experiencia cotidiana de los ciudadanos. El balance de ayer no cerró heridas; las dejó a la vista. No ofreció horizonte; confirmó el cortoplacismo. No explicó el rumbo; evidenció el encierro.
Quizá por eso la imagen que quedó no fue la de un presidente al timón, sino la de un Gobierno replegado, hablando hacia dentro mientras el país mira hacia fuera. En ese búnker retórico, el ruido puede amortiguarse. El desgaste, no.