
En la política española —y muy especialmente en la provincial— se ha instalado desde hace décadas una liturgia que poco tiene que ver con la gestión y mucho con el teatro. Es la de la parranda política de los discursos y las inauguraciones: una coreografía repetida hasta la saciedad en la que los responsables públicos se visten de solemnidad para cortar cintas, descubrir placas o pronunciar loas al progreso, mientras el ciudadano asiste, cada vez más incrédulo, a la representación.
Los actos inaugurales son el gran carnaval del poder. Un banco nuevo en un parque, una rotonda recién asfaltada o un edificio rehabilitado bastan para desplegar micrófonos, cámaras y aplausos prefabricados. Lo importante no es la obra —ni su coste, ni su utilidad—, sino el acto en sí: el momento de la foto, el párrafo triunfal en la nota de prensa y la retahíla de promesas que, con suerte, volverán a repetirse cuando haya que reinaugurar lo mismo unos años después.
En ese circuito de la autocelebración se diluye la rendición de cuentas. No hay balance de lo prometido, ni revisión crítica de los proyectos fallidos, ni asunción de errores. Hay, eso sí, abundante verborrea, confeti institucional y una habilidad sorprendente para convertir cualquier gasto público en acontecimiento.
Mientras tanto, los problemas estructurales —la despoblación, la precariedad, la pérdida de servicios o la falta de proyectos reales de desarrollo— quedan fuera del escenario. No hay cinta para cortar ni aplauso que repartir cuando se trata de hacer política silenciosa, sostenida y eficaz.
La política manchega vive instalada desde hace años en una especie de parranda institucional, una fiesta incesante de discursos, cortes de cinta y placas conmemorativas. Es la liturgia de la apariencia, donde cada inauguración vale más que una buena gestión y cada discurso sustituye a un plan verdadero. Emiliano García-Page, presidente de Castilla-La Mancha desde hace una década, se ha convertido en el maestro de ceremonias de este teatro del poder. Lo domina con el aplomo del actor veterano: inaugura, promete, se indigna ante lo que no depende de él y se autoelogia por lo que apenas roza.
En ese guion previsible, Cuenca ocupa el papel del invitado olvidado. La provincia aparece en los discursos cuando conviene, pero desaparece en los presupuestos y las decisiones estratégicas. Page multiplica las declaraciones de amor a Cuenca, pero a la hora de asignar inversiones reales, la balanza se inclina hacia Toledo o Ciudad Real. Es una marginación sutil, revestida de retórica institucional, donde los anuncios sustituyen a los hechos y las promesas se reciclan legislatura tras legislatura.
Cuenca ha sido utilizada como escenario de fondo para esa parranda política que tanto gusta a los gobiernos autonómicos. Cada cierto tiempo se improvisa una inauguración: un tramo de carretera remozado, una obra parcial de hospital o una residencia que se reabre como si fuera nueva. Y entre aplausos y fotografías, se pronuncian los discursos de rigor sobre el “compromiso con la provincia” o el “potencial del territorio”. Pero los conquenses saben que tras los focos y las notas de prensa queda poco más que polvo y desencanto.
El problema no es solo la desigualdad en la inversión, sino la falta de una política de fondo. Cuenca necesita un proyecto de desarrollo sostenido, no una sucesión de actos simbólicos. El cierre del tren convencional Madrid-Cuenca-Valencia, la demora en la ejecución de infraestructuras logísticas y la ausencia de una estrategia clara frente a la despoblación son tres heridas abiertas que ningún discurso tapa. Lo que Page llama modernización, los conquenses lo viven como pérdida y abandono.
Mientras tanto, los altavoces oficiales siguen sonando. El presidente se indigna ante los agravios del Gobierno central, pero calla ante los suyos; critica la falta de inversiones en la región, pero permite que Cuenca quede fuera del reparto de oportunidades. El discurso se convierte en un espejismo que encubre la parálisis. Y la ciudadanía, cada vez más descreída, asiste a la repetición de la función sabiendo que el final ya lo ha visto.
La parranda política no es inocente: distrae, confunde y alimenta el conformismo. Pero la paciencia cívica tiene límites. Cuenca no puede seguir siendo el decorado de un relato autonómico que se escribe desde otras provincias. Llega la hora de exigir menos actos y más acción, menos verborrea y más justicia territorial.
Porque mientras García-Page continúa con su itinerario de inauguraciones y discursos, Cuenca sigue esperando algo tan sencillo como la seriedad política. Y esa, por desgracia, no se inaugura: se demuestra.