
El cierre del tren convencional Madrid-Cuenca-Valencia no es una simple «modernización» del transporte; huele, más bien, a una maniobra orquestada a espaldas de la ciudadanía. Mientras nos venden el progreso a través del AVE —un servicio elitista que sobrevuela nuestra provincia sin tocarla—, nos arrebatan una infraestructura vital bajo el pretexto de la falta de rentabilidad. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿Para quién no es rentable el tren?
Resulta sospechoso que la urgencia por desmantelar las vías coincida con planes urbanísticos y proyectos de «vías verdes» que parecen diseñados más para favorecer intereses particulares y adjudicaciones a dedo que para fijar población. En una provincia castigada por la despoblación, quitar el tren es una sentencia de muerte para nuestros pueblos, pero parece ser un negocio redondo para quienes ven en los terrenos ferroviarios y en las futuras licitaciones de transporte por carretera una oportunidad de oro.
La sombra de la corrupción no solo se proyecta en el desvío de fondos, sino en la corrupción moral de unos gobernantes que prometen luchar contra la «España Vaciada» mientras firman el acta de defunción de nuestro medio de vida más sostenible. Si el mantenimiento de la vía era deficiente, no era por fatalidad del destino, sino por un abandono deliberado para justificar su cierre. Y de esta terrible problemática debatimos ayer en el Plante 146, al compás del ritmo marcado por la canción compuesta exprofeso:
De aquí que exijamos transparencia. Queremos saber qué intereses hay detrás del levantamiento de las vías y quiénes se beneficiarán de los terrenos y de las concesiones alternativas. Cuenca no necesita más promesas de asfalto y autobuses que nunca llegan; necesita que no nos roben lo que es nuestro. No es solo un tren, es nuestra dignidad y nuestro derecho a no ser ciudadanos de segunda.
La corrupción como sistema informal de favores
En Cuenca casi nadie habla de corrupción. Y cuando se hace, suele ser para afirmar, con alivio moral, que “aquí eso no pasa”. No hay grandes maletines, ni titulares nacionales, ni juicios televisados. Y, sin embargo, la corrupción existe. Solo que no grita: susurra.
La corrupción en territorios como el nuestro no adopta formas espectaculares. No lo necesita. Se instala en la rutina, en la costumbre, en la pequeña dependencia. Es una corrupción de baja intensidad, administrativa, relacional y persistente, que no rompe la ley de forma flagrante, pero la vacía por dentro.
Aquí la corrupción no suele ser un delito, sino un sistema informal de favores, silencios y lealtades cruzadas. Pliegos técnicos hechos a medida. Contratos fragmentados. Subvenciones que no se evalúan. Urgencias administrativas que siempre benefician a los mismos. Nada escandaloso por separado; profundamente corrosivo en conjunto.
El problema no es solo político. Es estructural. Un tejido económico débil y dependiente del contrato público. Empresas pequeñas que no pueden morder la mano que les da de comer. Asociaciones sostenidas por subvenciones discrecionales. Medios locales frágiles, demasiado dependientes de la publicidad institucional como para incomodar al poder. Y una ciudadanía cansada que ha aprendido que señalar trae más costes que beneficios.
La Diputación Provincial juega aquí un papel clave. Convertida en nodo de reparto, sustituye al mercado y al Estado sin someterse a controles equivalentes. Alcaldes cautivos, planes provinciales poco transparentes y criterios de reparto más políticos que técnicos. No es una caja fuerte: es una caja negra.
Y luego está el silencio. No el silencio cobarde, sino el silencio racional. En un pueblo pequeño o una capital de provincia reducida, denunciar significa quemarse socialmente, profesionalmente, vitalmente. El mensaje implícito es claro: mejor no meterse en líos. Así, la corrupción no se defiende: se normaliza.
Por eso el mayor aliado de la corrupción en Cuenca no es el político deshonesto. Es el vecino honrado que dice “todos son iguales”, el empresario que acepta el juego porque no tiene alternativa, el técnico que se protege mirando hacia otro lado, el medio que se autocensura para sobrevivir. La corrupción se alimenta menos de la codicia que del miedo, la dependencia y la resignación.
Combatirla no requiere grandes discursos éticos, sino medidas muy concretas: centralizar y estandarizar la contratación, blindar al personal técnico frente a presiones políticas, acabar con la subvención discrecional, publicar datos comprensibles —no PDFs ilegibles— y permitir que el control ciudadano se base en información, no en sospechas.
La corrupción no se erradica proclamando que aquí no existe. Se combate haciendo imposible o inútil practicarla. Mientras tanto, seguirá instalada en Cuenca con la comodidad de quien sabe que nadie quiere levantar la alfombra.
Porque no ensucia demasiado.
Porque no hace ruido.
Porque, en el fondo, muchos prefieren no verla.