
La crisis del PSOE ha alcanzado cotas inéditas en diciembre de 2025, con el sanchismo en «fase terminal» según analistas y líderes como Miguel Tellado, que lo califica de «banda criminal desarticulada» por escándalos de corrupción y acoso sexual. Pedro Sánchez resiste dimisiones y elecciones, pero la ruptura con Junts, PNV y tensiones con Sumar han bloqueado los Presupuestos Generales del Estado (PGE) para 2026, prorrogando cuentas obsoletas de 2023 por tercer año.
Casos como los de Santos Cerdán, José Luis Ábalos y altos cargos implicados en acoso sexual —Paco Salazar, Javier Izquierdo— han generado «canibalismo interno» en el PSOE y demandas de dimisión del PP. Esta fragilidad parlamentaria certifica el bloqueo: Junts anuncia ruptura irreversible, el PNV exige frenar la «hemorragia» y Sumar critica el inmovilismo, dejando al Gobierno en «modo supervivencia» sin mayoría para legislar.
La prórroga presupuestaria desajusta partidas clave: sanidad sufre mermas en atención primaria y listas de espera; educación paraliza becas e infraestructuras; pensiones de 12 millones de jubilados enfrentan incertidumbre en revalorizaciones; y bonificaciones en transporte público, como abonos gratuitos, se revierten. Inversiones en fondos Next Generation EU y respuestas a desastres como la DANA en Valencia se retrasan, agravando vulnerabilidades sociales y autonómicas.
El Gobierno recurre a modificaciones de crédito —más de 77.000 millones en 2025— y reales decretos-leyes para realojar fondos hacia servicios prioritarios, elevando un 30% las transferencias y evitando recortes inmediatos. Estas medidas puntuales mitigan el ajuste fiscal, pero no sustituyen PGE actualizados, generando controversia por su uso reiterado sin control parlamentario pleno.
España no puede permitirse esta anomalía democrática: un Ejecutivo atrincherado prioriza su supervivencia sobre la estabilidad de sanidad, educación y pensiones. La parálisis presupuestaria no es solo fracaso político del sanchismo; es un agravio a los ciudadanos que pagan el precio de la crispación. Urge un pacto de Estado o elecciones para restaurar gobernabilidad y proteger servicios públicos esenciales.
La política española vive empantanada
El corazón de la crisis del denominado sanchismo afronta un escenario institucional cada vez más estrangulado por la imposibilidad de aprobar nuevos Presupuestos Generales del Estado y, con ello, de sostener una acción pública mínimamente ambiciosa.
La realidad es aritmética y política. PP y Vox rechazan la senda de gasto, mientras formaciones clave del bloque de investidura exigen contrapartidas elevadas en financiación e infraestructuras. El caso de Junts es paradigmático: ha condicionado su apoyo reclamando compensaciones millonarias por supuestos incumplimientos del Estado.
A ello se suma un elemento técnico no menor: la falta de presupuestos limita la planificación económica del Estado y erosiona la confianza institucional, algo que los analistas identifican como un freno a la inversión y la contratación pública.
El horizonte económico, aunque todavía resistente, no ofrece un colchón infinito. España continúa con una deuda pública por encima del 100 % del PIB, una de las más altas de la eurozona, y afronta el regreso a la disciplina de déficit bajo las reglas fiscales europeas. El margen de maniobra será estrecho y dependerá de reformas estructurales ancladas, precisamente, en nuevas cuentas.
Opciones para el desatasco
Este bloqueo abre varios posibles desenlaces políticos. El primero —y quizá más plausible si nada se mueve— es una convocatoria de elecciones anticipadas en 2026. El precedente ya asoma en el tablero territorial: Aragón decidió adelantar sus comicios tras su propia parálisis presupuestaria, confirmando que el atasco fiscal puede precipitar urnas.
El segundo escenario sería un gobierno de transición presupuestaria, basado en pactos puntuales y cesiones quirúrgicas a actores nacionalistas para salvar un Presupuesto mínimo que permita llegar respirando a 2027. Pero el coste político sería elevado: concesiones visibles, tensiones internas y una legislatura de alambre.
Una tercera salida —menos probable aunque institucionalmente valiosa— sería un gran acuerdo transversal, capaz de fijar una senda fiscal común entre los grandes partidos para evitar el suicidio presupuestario. Pero la polarización y los incentivos partidistas lo alejan de la lógica inmediata.
La opción más preocupante es la cuarta: crisis prolongada, cuentas congeladas y erosión de los servicios públicos. La economía puede soportar un periodo corto de inercia, pero administrar durante años con presupuestos viejos significa renunciar a inversión, reducir capacidad de gasto social y trasladar mayor presión a los hogares. El síntoma ya aparece: familias que destinan más recursos privados a salud y educación para compensar debilidades crecientes del sistema público.
Cuanto se ha apuntado refleja el problema de fondo: sin mayorías numéricas, no hay Presupuesto, y sin Presupuesto no hay gobierno funcional.
El sanchismo entra así en una fase límite. Puede ganar encuestas trucadas (como la del CIS, cocinada a la carta por el inefable Tezanos), incluso elecciones, pero sin la capacidad de gestionar el Estado más allá de la supervivencia administrativa. La política española se juega en 2026-27 algo más que una alternancia. Se juega la posibilidad de gobernarse a sí misma.