(Publicado en El Diario Montañés, aquí)
La España oficial -cada vez más alejada de la España real- ha pasado, en pocos meses, de negar la evidente caída de nuestra economía, llegando a llamar 'anti-patriotas' a los que lo afirmaban, y de rechazar la calificación de 'crisis', hasta no tener más remedio que aceptar la dura realidad. Así lo explica un diluvio de malas noticias, que culminan en la sentencia de lo que ocurre: estamos en recesión.
JOSÉ IBARROLA
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Por qué hemos caído tan bajo? Rechacemos, ante todo, la explicación del «mal de muchos» que, como es sabido, es consuelo de tontos. Y en cuanto al remedio -el cambio de gobierno- esto nos recuerda el slogan que se puso en marcha cuando los trece años del felipismo se venían abajo entre escándalos de corrupción. «Todos son iguales», decían: «Tan malo es el PP como el PSOE». A ver si caíamos en la trampa de "que más vale lo malo conocido, que lo bueno por conocer".
Pues no. No eran iguales. Y la prueba la tuvimos, a partir de 1996, cuando el PP ganó y el tándem Aznar-Rato comenzó a aplicar su programa «haciendo puntualmente los deberes». Aquella brillante legislatura, con que terminó el siglo XX, consiguió en poco tiempo la recuperación económica de España -en medios extranjeros se hablaba del «milagro español»- y, con ella, una creciente presencia internacional.
Por otra parte, aunque estamos en plena crisis económica mundial, esta no resulta igual para todos. España está mucho peor. Una malísima gestión nos ha arrojado a este foso, del que nos resultará más largo y más difícil salir que a otros países de la Unión Europea y de la Eurozona. de la que, por cierto, algunos creen, en un alarde de ingenuo aislacionismo, que bastaría escapar para que se acabasen nuestros problemas.
Ante todo, España se ha endeudado brutalmente con créditos internacionales, por valor de un billón doscientos mil millones de euros. Así, no sólo resultará difícil recuperar la estabilidad, sino que España ya ha perdido una de las tres A con que nos distinguía el ranking de Standard & Poors. Menos mal que D. José Blanco, alias Pepiño, dice -¡lo sabrá él!- que eso no tiene importancia.
La verdad es, por desgracia, que se ha producido «una explosión mundial de desconfianza hacia España». Así lo decía, hace pocos días, en Santander, el profesor Velarde, durante una brillante conferencia, densa de datos y razones, dentro del curso organizado por Cemide, sociedad que preside Enrique Campos.
El profesor Velarde une a su dilatada carrera de catedrático de Economía -constelada de premios de primera división, y seguida por una larga estela de alumnos que, a su vez, son hoy catedráticos- una experiencia acumulada que le permite analizar, como pocos, las características de esta situación, y apuntar soluciones. Las primeras y las segundas -que consisten en hacer exactamente lo contrario de lo que se ha hecho durante los últimos años- podemos dividirlas en estos apartados.
Primero, mejorar nuestra competitividad, que hoy es una de las más bajas de Europa, por dos causas principales: la escasa eficacia laboral, agravada por un creciente absentismo, y el mínimo esfuerzo tecnológico desplegado, salvo raras excepciones, por las empresas y el Estado. Así, en la lista oficial de este apartado, aparecen, como capítulos destacados, las excavaciones prehistóricas de Atapuerca y las mejoras medioambientales en el Coto de Doñana. Magníficos esfuerzos, pero que nada tiene que ver con la competitividad española, que está en el puesto 13º del ránking mundial.
Segundo, cambiar el sistema educativo español, más dedicado a no suspender ni acomplejar a los alumnos (aumentando así los títulos inútiles) que a crear un ambiente de emulación y afán de superación. Velarde ponía el ejemplo de Suecia, la antigua gran potencia del Norte, que a finales del XIX era un país subdesarrollado y con alto índice de emigración. Además de la explotación de su riqueza hidrológica y del acero de Kiruna, un sistema educativo práctico, directamente aplicado a la mejora y creación de industrias, realizó el milagro de convertir a Suecia en una potencia económica.
Tercero, agilizar el sistema laboral, lastrado no sólo por las causas ya señaladas de su escasa productividad y alarmante absentismo, sino por trabas jurídicas, que obligan a muchas empresas a cumplir convenios generales, que no han aceptado. Y, además, la inmigración ilegal -que el gobierno quiere reprimir, después de haberla animado-, el creciente paro y sus lacras, que multiplican la delincuencia, y el envejecimiento de la población, que encarece los gastos sanitarios de la seguridad social.
Cuarto, cambiar nuestro sistema energético, que obliga a España a importar el 82% de la que consume, mientras el resto de la U. E. está entre el 50 y el 60%. Después de haber condenado a su extinción de la energía nuclear, que hoy sólo supone el 10% del total español -la más cara por su instalación, pero luego la más barata con diferencia- espe ramos milagros de la solar, la eólica y ese maná que será la de fusión. Quinto, mejorar el sistema financiero, estancado en la solución negativa de negar crédito incluso a los bien dotados, mientras aumentan de manera asombrosa sus beneficios anuales. Esto asombra a los demás sectores, e indigna al creciente ejército de parados y pobres. el mismo que temía Nathan Rothschild, hace siglo y medio, cuando decía: «cada uno de estos piensa: lo que no tengo yo, lo tiene Rothschild».
Sexto, reformar el sistema tributario, porque castiga ferozmente a las dos mayores fuentes de crecimiento económico: el de las empresas, con los impuestos societarios, y el ahorro, con el IRPF. Fue criterio del tándem Aznar-Rato liberar progresivamente de cargas excesivas a los dos grupos claves de la economía de España, que es la de todos: las PYMES, antes que las grandes empresas, y los ahorradores, grandes y pequeños.
Séptimo y último, crear ese mercado amplio, imprescindible para el crecimiento, que impiden esos nuevos reinos de taifas que son las autonomías, arrancando cada una lo que le dejan los demás, del presupuesto del Estado. Falta ese organismo central, previsto por la Constitución y nunca desarrollado, para coordinar los gastos y las pretensiones de esos reyezuelos egoístas, que sólo piensan en perpetuarse en el cargo.
Conseguir estas mejoras es, hoy, una misión imposible. Pero hay que hacer lo que se pueda para despertar la adormecida conciencia nacional y a una oposición política, que desarrolle una acción viva y enérgica sacando argumentos, que por desgracia sobran, de la triste situación actual de España.