Carlos Martínez Gorriarán, responsable de Comunicación y Programa de UPyD (Publicado en UPyD, aquí)
La tensión poselectoral en que vive Irán, motivada por la sospecha de que ha existido algún tipo de pucherazo en beneficio del actual presidente, el integrista Ahmadineyad, y en detrimento de los reformistas de Musavi, vuelve a poner sobre la mesa una de las viejas querellas seminales de la democracia: su relación con la religión y la cuestión del laicismo. Haya habido o no pucherazo en Irán, el caso es que esta república islámica tiene una estructura constitucional tal que acaba reservando el poder efectivo no a los representantes electos de los ciudadanos, sino al Líder Supremo, el ayatolá Jamenei, y su estructura de guardianes de la ortodoxia islámica. Lo que está sucediendo en Irán demuestra que no basta con que haya parlamentos y cargos elegidos por el voto universal y secreto de los ciudadanos, sino que hacen falta otras garantías de que ese voto sirva para algo efectivo, lo que sólo es posible si las instituciones democráticas no tienen por encima suyo a ninguna otra instancia que pueda imponerse legalmente y suprimir o ignorar sus decisiones. En Irán, esta instancia es la estructura teocrática liderada por Jamenei y ocupada por el clero chií y los Guardianes de la Revolución.
Teocracia y democracia son incompatibles, y no basta con que se celebren elecciones más o menos libres si el resultado de éstas puede suprimirse o alterarse gravemente por un órgano de poder que se considera por encima de la voluntad popular del mismo modo en que la ley de Dios estaría por encima de las leyes humanas. La democracia debe ser laica, y si alguien albergaba alguna duda esperemos que el ejemplo de Irán acabe por despejarlas.
La historia de los progresos de la democracia está lejos de ser lineal y de sentido único. En realidad zigzaguea, retrocede, se enreda y construye bucles más a menudo de lo que parece posible. Ahora bien, parece difícil de refutar, si no imposible, la regla de que el avance hacia mayores cotas de laicidad en el sistema legal de un país acompaña por lo general, o tiene como consecuencia, una mejora de la democracia en el sentido de que fortalece sus instituciones, hace más realistas y sensatas sus leyes, y sobre todo mejora la igualdad de los ciudadanos ante éstas. La discriminación de partes de la ciudadanía por motivos religiosos ha sido muy común durante mucho tiempo en países que han liderado la larga marcha hacia cotas más elevadas de democracia. En Gran Bretaña, por ejemplo, la discriminación contra los católicos seguía subsistiendo en el Ulster hasta hace muy poco en forma de un sistema electoral que les perjudicaba claramente y mantenía de facto viejas discriminaciones supuestamente suprimidas de jure. Los católicos en los países de mayoría protestante, ciertas corrientes protestantes heterodoxas, los protestantes en general en países católicos, y los judíos en todos ellos, han sido durante mucho tiempo objeto de discriminación política y jurídica. Sólo el progreso de los ideales laicos ha conseguido la paulatina superación de esas barreras contrarias a la democracia, y que hunden sus raíces en arcaicas pretensiones teocráticas de identificar el régimen político (las leyes humanas) con el reino de Dios (las leyes de origen divino).
El gran desafío político de los regímenes que se proclaman islámicos es el mismo al que se han tenido que enfrentar desde el siglo XVII los países que se adscribían a las distintas confesiones cristianas: avanzar hacia la laicidad suprimiendo primero las discriminaciones legales de base religiosa, y separando después del modo más tajante posible el régimen constitucional de las creencias religiosas particulares. Hasta que esto no ocurra, las llamadas “democracias islámicas” no dejarán de ser otra cosa que democracias con apellido, que como sabemos –sean “populares”, “orgánicas” o cualquier otra ocurrencia- son cualquier cosa menos democracias razonables. En Irán, como en cualquier otro país de mayoría musulmana, habrá democracia no cuando se convoquen elecciones, sino cuando la Constitución deje de invocar al Corán como base de su legitimidad y localice ésta en el acuerdo o pacto social entre ciudadanos libres e iguales sea cual sea su confesión religiosa. Lo demás son transiciones y medias tintas que fácilmente pueden volver a estados pre o antidemocráticos a la mínima provocación. No es casual que dos de los países que han felicitado a Ahmadineyad por su reelección sean otros tantos nada o dudosamente democráticos, aunque poderosos: China y Rusia.