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Haití: una catástrofe y una oportunidad (por Carlos Martínez Gorriarán)

Publicada el enero 15, 2010 por admin6567
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(Publicado en El blog de Carlos Martínez Gorriarán, aquí)

Haití

Las apocalípticas noticias llegadas de Haití se comentan por sí solas.  Catástrofes semejantes a “golpes como del odio de Dios”, que dijera César Vallejo, y que son simplemente sobrecogedoras en el sentido más elemental del término. Lo que debemos hacer es preguntarnos qué se puede hacer al respecto. No podemos evitar que haya terremotos devastadores –ni siquiera Zapatero podría prohibirlos con una Ley anti-seísmos-, pero se pueden tomar muchas medidas preventivas que disminuyan los daños, reparen cuanto antes las ruinas y permitan reanudar, en la medida de lo posible, la vida cotidiana de que aquellos que no padezcan pérdidas irreparables. Haití no sólo está situado en una zona de alta sismicidad, sino que además es el país más pobre de América y uno de los más pobres del mundo. La tragedia que desencadena un gran terremoto en cualquier sitio densamente habitado se multiplica muchas veces cuando, además, afecta un espacio tan paupérrimo como el haitiano. El escandaloso contraste entre los efectos de un gran terremoto en Haití o, por ejemplo, en Japón –en otra de las regiones más sísmicas del mundo-, demuestra que la pobreza de causa humana multiplica muchas veces las tragedias naturales. Y así, un terremoto que en Japón puede dejar algunas docenas de muertos deja tras de sí docenas de miles en Haití, donde se habla de cientos de miles; de confirmarse, convertiría este desastre natural y socioeconómico en el peor de la historia.

Sin embargo, esta catástrofe nos ofrece una oportunidad –sin duda indeseable- para comprobar si el mundo ha cambiado tanto como queremos creer, o para empujar algo el cambio en la buena dirección.

Ya no existen grandes bloques geoestratégicos enfrentados como durante la Guerra Fría, y la reconstrucción de un país de las dimensiones de Haití es perfectamente viable y asumible para la economía globalizada de nuestros días. Además debe ser una reconstrucción a (y de la) conciencia, que se ocupe no sólo de los daños materiales, sino que emprenda la reconstrucción de las instituciones públicas cuyo fracaso o colapso está en la raíz de la extraordinaria catástrofe que ha significado el terremoto. Haití es el primer Estado de América del Sur que conquistó su independencia de, la metrópoli, Francia, en 1804. Y gracias a una revolución de inspiración ilustrada, al modo también de la metrópoli, liderada por los descendientes de los esclavos de origen africano. Por desgracia, la evolución posterior frustró las expectativas emancipadoras alumbradas por Toussaint-Louvertoure y su gente, autores de una temprana Constitución republicana en 1801. Como tantos otros, Haití es un Estado fracasado, incapaz a día de hoy para tomar por sí mismo las riendas de su rescate. Y como tantos otros, buena parte de la responsabilidad de ese fracaso corresponde, además de a los propios haitianos, a los países poderosos que sólo buscaron asegurar su hegemonía en la región, apoyando la instauración de la ignorancia y la miseria.

En las últimas décadas se ha hablado mucho de la injerencia humanitaria, la obligación moral de intervenir en aquellos lugares asolados por catástrofes de origen político para ayudar a la población víctima y restaurar al menos los derechos básicos. Se utilizó mucho para justificar la intervención en la exYugoslavia y otros lugares. Pues bien, ahora se presenta la oportunidad de acometer una injerencia humanitaria pacífica que no sólo reconstruya físicamente Haití, sino que ayude a sus nacionales a restaurar su Estado arruinado. No sólo Estados Unidos, Brasil o la Unión Europea, sino también China, India y los demás países solventes deberían acordar una acción en este sentido. Además de enterrar a la muchedumbre de muertos y cuidar a los heridos, darles casas y reconstruir –en muchos casos, construir por primera vez- infraestructuras civilizadas, hay que adoptar medidas para asegurar que la sociedad haitiana pueda contar con los mínimos elementos de educación, economía e instituciones públicas y servicios sociales que convierta a Haití en un Estado de verdad. Pobre quizás pero no misérrimo, viable y capaz de desarrollarse sin recaer en la neoesclavitud de la cleptocracia y el bandidaje escudado en la política. De ese modo, cuando en el futuro otro terremoto sacuda la isla –lo que ocurrirá tarde o temprano-, al menos no sacudirá ruinas y basura sobre gente desesperada y famélica, sino sobre ciudadanos capaces de ayudarse a sí mismos.

Es, en fin, una oportunidad para extender la idea y principio de que en el mundo globalizado de nuestros días cualquier calamidad sufrida en una parte del planeta afecta negativamente, de un modo u otro, a absolutamente todos nosotros. Se trata de elegir entre la xenofobia a la catalana del ayuntamiento de Vich, que ha elegido la vía de hacer invisibles a sus marginados negándoles el papel de empadronamiento que les permite recibir al menos educación y asistencia médica, y una nueva conciencia global de que la pobreza causada por el fracaso del Estado es un problema de todos que todos debemos resolver en la medida de nuestras posibilidades. Al fin y al cabo, ¿no es la solidaridad amor propio bien entendido?

Y un estupendo artículo sobre Haití de Paco Gómez Nadal

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Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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