David Ortega Gutiérrez (Publicado en El Imparcial, aquí)
Muchos artículos se han escrito en estos últimos días, a raíz de la muerte de Antonio Fontán, de lo que significa ser liberal. Sobre todos, destacaría la magnífica Tercera de 16 de enero de Antonio Garrigues que, como siempre, da en el clavo. No son pocas las características de un liberal, pero sin duda una de las principales y definitorias es la capacidad de diálogo. ¿Por qué el diálogo es tan importante para un liberal?
En alguna medida ya John Stuart Mill, el padre del liberalismo moderno, nos lo explico en su gran obra Sobre la libertad, el diálogo sincero nace de una postura de openmindness -que dicen los ingleses-, de “apertura de mente”. El verdadero liberal es consciente de sus limitaciones, es una postura intelectual frente a la vida básicamente de humildad, de saber todo lo que no sé, todo lo que me queda por saber. Frente a ello está el dogmático, el que tiene una visión global de la vida, cerrada, completa y sobre todo no dispuesto a admitir sus errores, pues el dogmático tiene la verdad. De ambas posturas se derivan algunas consecuencias importantes.
De entrada, el dogmático, al creer estar en posesión de la verdad y tener una visión global del mundo, no suele tener esa postura sincera de diálogo, de apertura de mente que tanto caracteriza al liberal. Por el contrario, suele mantener una postura cerrada e intransigente y el diálogo suele convertirse, en el supuesto que se dé, en el denominado diálogo de sordos. Las partes hablan, pero no escuchan al otro, no tienen una sincera postura de aprendizaje, de poner sus ideas y conocimientos en el juego de la discusión, para cambiar su postura si descubre o le demuestran que está errado, o para fortalecerla y reafirmarla tras un debate racional, si estaba en lo cierto -siempre me ha sorprendido de los debates en España, lo poco que entre los contertulios se dan la razón o alguien cambia de postura-. Por eso Stuart Mill es uno de los grandes defensores de la libertad de expresión, porque es la herramienta básica para aprender, para el verdadero progreso, para salir de nuestros errores.
Reflexiónese sobre una perspectiva de la Historia muy ilustrativa y relevante: no se conocen dictaduras ni regímenes totalitarios de base liberal, simple y llanamente porque es imposible. Tampoco se olvide que el pensamiento liberal es el padre de los derechos humanos, del Estado de Derecho y de nuestra moderna democracia. El dogmatismo es propio del pensamiento de izquierdas y de derechas, pues ambos parten de visiones del mundo, en alguna medida, totales. De ahí la sempiterna incomprensión de ambas posturas. De ahí, entre otras realidades, las famosas dos Españas, cargadas de un exceso de ideología y de principios preconcebidos que no están dispuestos a cambiar. La tragedia del liberalismo en España es que llegó de la mano del invasor francés, mala carta de presentación, y que siempre ha sido mal visto tanto por el catolicismo más ortodoxo, como por el socialismo más radical. Esos dos focos de intransigencia han ahogado a los más ilustres de nuestros españoles: Jovellanos, Costa, Giner, Salmerón, Ortega, Unamuno, Romanones, Altamira, Alcalá-Zamora y un largo etcétera. Antonio Fontán fue un ejemplo inteligente de liberalismo y cristianismo, como Giner lo fue de socialismo, liberalismo y cristianismo o el propio Aranguren.
Tiene razón Antonio Garrigues, nuestra querida España, incluidas sus dos Españas, precisan de inteligencia y humildad, de saberse limitadas y entablar un diálogo sincero, un necesario entendimiento. Cuando lo hemos hecho, este país ha progresado muchísimo -véanse nuestra Transición Política y sus posteriores años-, cuando optamos por el enfrentamiento, la cerrazón y la exclusión este país se paraliza, se vuelve -como decía Ortega del egoísmo- laberíntico.