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Las corridas de toros, ¡una vergüenza nacional! (por Miguel Massanet Bosch)

Publicada el mayo 24, 2010 por admin6567
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Es posible que a determinados colectivos les pueda sentar mal lo que voy a escribir; acaso salgan los de siempre a hablar del valor de las costumbres, de la plástica de la fiesta taurina, de la tradición, del tronío y del colorido de las gradas repletas de gente o, incluso más, los habrá que nos argumentarán que los animales en el fragor de la lucha no sufren, que las banderillas y los puyazos sirven para que la sangre del animal fluya libremente a modo de sangría y que, con ello, se descongestiona la bestia para que pueda seguir empeñada en una lucha cuyo final está cantado; y que todo se trata de un enfrentamiento, poder a poder, en el que el hombre se juega la vida ante la bestia. ¡Memeces!, como lo son aquellas otras pretendidas justificaciones del sacrificio de los toros en las corridas, cuando se afirma que, en cualquier caso, el animal está condenado a morir en la matanza de los mataderos. Si se precisa matar a los animales para alimentarnos el procedimiento, al menos el que está reglamentado, es un sistema de muerte rápida, una electrocución o un golpe de machete en la parte alta de la testuz del bicho, allí mismo donde el peón le clava la puya para rematarlo. Ninguna mente medianamente sensata; ninguna persona con un mínimo de sensibilidad y respeto por los seres animados que comparten, mal comparten diría yo, este planeta que los hombres estamos empeñados en convertir en inhabitable; ningún verdadero conocedor de los derechos y deberes que, como raza dominante, los humanos debemos respetar y hacer que se cumplan; puede sostener, razonablemente, ni por un solo instante, semejantes paparruchas; fruto, sin duda, del empeño de unos por perpetuar este espectáculo sangriento, para alimentar el sadismo que subyace en la naturaleza de algunos o el morbo malicioso que no se quiere reconocer o, puede que, los intereses materiales de aquellos que viven de la fiesta y no quieren renunciar por meros sentimentalismos, por cuestiones de ética o morales, a su modus vivendi.

Como, que yo sepa, nunca se ha dado el caso de que el toreado sea el torero y el matador, el toro; no creo que exista nadie que pueda afirmar, seriamente, que la pobre bestia no sufre en semejante trance. Veamos si nos entendemos. El toro pace la hierba, tranquilamente, en la dehesa, rodeado de sus hermanos, las hembras y los recentales de la manada; su vida transcurre de modo natural, entre algún enfrentamiento simbólico con sus compañeros de su misma edad y los naturales escarceos con alguna ternera bien puesta. No obstante, un día, aquel mayoral que lo acarició y puede que le diera leche cuando era chico, llega montado a caballo con una pértiga, le empuja, lo marea con los remolinos de su montura, lo asusta y le obliga a dirigirse a un lugar, lejos de la manada donde, espantado y engañado, acaba encerrado en un estrecho cubículo en el que está obligado a permanecer de pie y sin moverse. Este es el comienzo del Vía Crucis para la pobre bestia. Viajes en camión, en tren o en carromato, tanto da, su destino acaba siendo el mismo: los toriles de un coso taurino. Asustado, despistado, encerrado entre cuatro paredes y sin hierba que rumiar; su único consuelo es arrimarse al resto de sus compañeros de exilio, en los que, probablemente, reconocerá a otros miembros de su manada, mientras se siente observado por extraños seres que, desde sus atalayas hacen comentarios sobre su cornamenta, su peso o el color de su pelaje. El que afirme que esto no es una tortura para la bestia o que no le causa un estrés derivado de una rutina ajena por completo a la que está acostumbrado, es que no tiene la más mínima idea del comportamiento natural de los animales. El miedo y el sentirse encerrado, probablemente le hará pegar algún que otro derrote contra alguno de sus compañeros de encierro; es posible que crea que con este gesto reivindica algo de su orgullo de toro o, puede, que ensaye con sus armas para cuando llegue el momento de defender su vida.

De pronto, el silencio que le ha acompañado durante el tiempo del encierro, sólo turbado por las visitas del mayoral y de los encargados de darles el sustento; se va a ver interrumpido por el vocerío de miles de personas, por el sonido de las bandas de música, por el piafar de los caballos de los picadores, asustados por lo que se les viene encima o por la multitud que se asoma en los balcones del toril para verlos, por última vez, antes de que salten a la arena del ruedo. La pértiga que lo incordia, que lo empuja hacia el oscuro y estrecho callejón que, quizá, le pueda dar la sensación de falsa seguridad, cesa de punzarle cuando, de pronto, inopinadamente siente en su morrillo ¡zas!, un doloroso pinchazo que le hacer mugir, quizá de impotencia al no poder revolverse contra el autor de aquella agresión. La primera rosa roja de su sangre, adornada por los vivos colores de las cintas de colores de la divisa se dibuja sobre el lomo sudoroso de la bestia. ¡Ha empezado la fiesta! En  las gradas, veintiún siglos después de los emperadores romanos Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón, Trajano, Diocleciano, Galba, compraran la voluntad de sus súbditos con los espectáculos sangrientos del Circo Romano, los ciudadanos del siglo XXI, sienten los mismos sentimientos que los primitivos siervos del Imperio de los Césares, en cuanto a expectación, a morbo maligno, a deseo de ver la tortura de la bestia; a gozar, desde lugar seguro, de los distintos actos de pérfida insania de los verdugos  de la, mal llamada, fiesta; sabiendo que, ineludiblemente, va a tener un final trágico para el toro que, si tiene suerte, morirá de un estoconozo en todo lo alto, pero que, si el torero tiene mala tarde, puede verse ensartado cuatro, cinco u ocho veces, antes que le llegue la bendición de la muerte.

¿Quién, en sus cabales, puede afirmar que el toro no sufre?, ¿quién puede decir que el pobre bicho, deslumbrado por la luz, abrumado por el sonido de miles de voces, hostigado desde los cuatro costados, por hombres que le ponen lienzos por la cabeza y lo desconciertan; pueda llegar a pensar que, aquel noble animal, no sufre estrés y dolor?, ¿qué puede pasar por la limitada mente de la bestia cuando se siente acosada por el torero, torturada por los banderilleros; o cuando, el picador, le destroza el morrillo para quitarle la fuerza que todavía le queda para proseguir la lucha? La barbarie de aquellos que, en plena era de la ciencia, los adelantos técnicos, las grandes conquistas médicas y el desarrollo de las artes,  todavía conservan el atavismo de utilizar su ocio para ver sufrir, torturar y matar,  alevosamente, a unas pobres bestias, unas hermosas y espléndidas criaturas expresión de la labor creadora de Dios; sólo para satisfacer sus más bajos instintos; es, señores, la evidencia de que no hemos sabido aprovechar las oportunidades de reivindicarnos ante nuestra descendencia; es, señores, que hemos despreciado las enseñanzas de la naturaleza que, cada día, se esfuerza, en vano, para hacernos ver la maravilla de la creación, la hermosura de nuestro entorno y la  bondad de estos seres, con los que convivimos y que forman parte del legado que hemos recibido de nuestros antecesores, para que los cuidemos y los utilicemos en nuestro provecho, pero nunca para atormentarlos, humillarlos o despreciarlos; porque, aunque no lo sepamos reconocer, nuestra vida en este planeta depende de que, las abejas sigan polinizando las plantas, las hienas se coman la carroña de las selvas africanas y los escarabajos limpien de excrementos los campos. Es hora ya de que se acabe, en España, con esta triste leyenda del torero y el toro bravo. No más toreros heridos o muertos y no más toros humillados, torturados y sacrificados en los cosos taurinos. ¡Es algo que clama contra el sentido común, anacrónico, y contrario a lo que se puede entender como pensamiento civilizado! Nunca la falta de compasión para quienes nos acompañan  en esta vida puede estar justificada por meros intereses lúdicos o materiales.

 

Miguel Massanet Bosch

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Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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