La cursilería de Zapatero es de naturaleza sarcástica, muy cruelmente taimada, como la bufonería del bufón
(Publicado en ABC, aquí)
EN la arenga que largó a sus acólitos en la cuchipanda que conmemoraba el décimo aniversario de su elección como secretario general del partido, Zapateo soltó —como diría Manolo Morán en Bienvenido, míster Marshall— muchas «cursiladas y mamarrachadas», que es lo que se espera de un acto montado para ensalivarle el bálano. Pero en la cursilería y mamarrachez de Zapatero hay siempre un trasfondo inquietante, como de socarronería aviesa; un trasfondo que a simple vista puede confundirse con inverecundia, con una suerte de complacencia tontorrona en su propia ridiculez. Y, en efecto, hay en Zapatero un regodeo en la cursilería que, de primeras, promueve nuestro alipori; pero basta que nos detengamos a rumiar sus palabras para que el alipori se convierta en inquietud, en zozobra, en una pululación demasiado parecida al pavor. Casi nadie, sin embargo, se dedica a rumiar las palabras de Zapatero; y así sus afirmaciones suelen despacharse como muestras de vacuidad, de futilidad, de delicuescencia merengosa propias del cursi a calzón quitado que sin duda es. Pero la cursilería de Zapatero es de naturaleza sarcástica, muy cruelmente taimada, como la bufonería del bufón que hace reír a los cortesanos mientras se burla sangrantemente de ellos en sus propias barbas. Así, por ejemplo, cuando dice:
—Estoy muy orgulloso del partido, pero más orgulloso estoy de España y los españoles.
Lo que, a simple vista, parece una necedad, una de esas sinsorgadas burdamente emotivas con que el orador sin recursos trata de halagar a su auditorio. Pero en la frase de Zapatero, a poco que uno la rumie, se descubre —en versión sacrílega— ese pathoscon el que el Dios del Génesis, en el alba de la creación, contempla la obra salida de sus manos. Zapatero contempla la obra salida de sus manos —una España de tíos en chanclas y bermudas, una España por donde cruza errante la sombra de Caín, una España donde se pisotea el mérito y se exalta la burricie, una España enviscada en querellas territoriales, una España de amoralidad rampante y satisfecha— y siente un orgullo voluptuoso, una emoción paternal y jubilosa ante el cumplimiento del proyecto que acometió hace diez años, aquel proyecto que anunció en cierto libro turiferario, dedicado también a ensalivarle el bálano, como la cuchipanda del otro día: «Si hay algo que caracteriza a esta etapa de gobierno es que hay un proyecto. Precisamente porque hay un proyecto hay una resistencia tan inútil como activa de la derecha más dura, porque saben que hay un proyecto. Se han dado cuenta de que hay un proyecto de alcance en valores culturales, y por tanto ideológicos, que pueden definir la identidad social, histórica, de la España moderna por mucho tiempo». Este proyecto tiene su hoja de ruta escrita, su «Camino» bien delineado y establecido (así rotulaban los socialistas, con mayúscula amedrentadora y azufrosa, el video encomiástico que dedicaron a su líder en la cuchipanda de marras: «Seguimos en el Camino»); y por eso Zapatero puede decir con la socarrona bellaquería del ingeniero que ha logrado redefinir los valores culturales y la identidad social e histórica de los españoles:
—Somos el partido que más se parece a España.
Y tiene tazón. Porque la cursilería puede ser la herramienta retórica más inquietante y pavorosa.