Debo reconocer que tengo una fijación con este personaje de cara de ratón, que ocupa el segundo cargo más importante en el PSOE y que se mueve en el mundo de la política como pez en el agua, sin que parezca que los salpicones de las habituales meteduras de pata de sus colegas ministros ni los errores garrafales de su jefe de filas, el señor Rodríguez Zapatero, lleguen a hacerle mella. En realidad se trata de un individuo versátil, un hombre que esconde dentro de sí dos personalidades que saca a la superficie cada vez que le conviene y que, con cada una de ellas, logra sorprender, indignar, sacar de quicio o, en su segunda faceta, se lo ve capaz de actuar con inteligencia, obrar con sensatez e incluso afrontar con mano firme situaciones que pueden resultar muy difíciles de controlar, sin que el prestigio de quien las gestiona salga gravemente perjudicado. El señor Blanco, del PSOE, no es ningún tonto, yo diría que, aún falto de una buena preparación básica, quizá sea de las personas que mejor domina los hilos, siempre tenues y delicados, de la política, muy por encima de sus colegas del Gobierno, incluso superando a la señora vicepresidenta primera, señora De
El señor Blanco en el ámbito de la política es marrullero, enredador, embustero, sectario, arribista y propenso a la argumentación facilona y populista, pero efectiva, ya que transmite al público al que va dirigido su discurso, la idea que les quiere imbuir que, naturalmente, en la mayoría de casos no coincide ni por asomo, con la realidad. Es un personaje que puede mostrarse odioso, insoportable y tergiversador de la verdad, pero también, a diferencia del resto de ministros de ZP, cauteloso, prudente, eficiente y sensato, cuando asume su rol de ministró de Fomento, aunque, debo reconocerlo, cuando sustituyó a la inefable Magdalena Álvarez llegué a pensar que era peor el remedio que la enfermedad y, no obstante, debo admitir que su gestión, hasta este momento, en el ministerio que le fue confiado, ha mejorado con creces la de su nefasta antecesora. Contrariamente a lo que posiblemente se le pueda reprochar, desde los partidos de la oposición y, aún admitiendo que sus decisiones puedan suponer un aumento del desempleo, no hay duda de que, el retrasar o, incluso, cancelar determinados proyectos de infraestructuras, si es que se quiere reducir gastos e intentar rebajar el déficit público desbocado que estamos soportando, no carece de lógica.
En otro punto, en el que debo darle la razón, a don José Blanco, es en el de los controladores aéreos. Hace años que ya se les debieron sentar las costuras a estos niños mimados que perciben sueldos astronómicos, sin que ello signifique negarles su gran responsabilidad, su buena preparación e, incluso, sus numerosas horas de trabajo (puede ser que excesivas, si lo debemos juzgar desde el prisma de la seguridad de los pasajeros). La huelga encubierta que han llevado a cabo estos señores no es más que una chapuza, bastante burda y propia de aquellos que quieren protestar como niños con una pataleta, , una maniobra destinada a lograr los mismos efectos de una huelga y, al propio tiempo, cubrirse las espaldas y seguir cobrando sus salarios, en esta ocasión de
No es de recibo que, cada año, cuando llegan estas fechas veraniegas los empleados de los aeropuertos nacionales aprovechen para crearles problemas a las compañías aéreas y a los servicios de tierra, provocando maliciosamente una situación difícil para este sector turístico, del que dependen tantísimos puestos de trabajo y que precisan que todos los elementos que integran la cadena de este importante negocio, estén sincronizados, porque cuando falla uno de ellos la temporada puede convertirse en un desastre para los que viven de él. La llegada del turismo está en íntima relación con la imagen que presente España ante del resto de países del mundo, muchos de los cuales son competidores directos en esta rama de la economía. Nadie puede negarles el derecho de huelga a los trabajadores, pero sí parece que, ante los posibles abusos de los sindicatos, el Gobierno debería arbitrar medidas protectoras que impidieran que se utilizase este chantaje complementario a las naturales pérdidas causadas por una huelga a las empresas. Como idea se me ocurre que podrían fijarse unos servicios mínimos obligatorios más elevados para cuando los trabajadores decidieran convocar las huelgas en los periodos de campaña alta; y más, si se tratase de empresas públicas o semi-públicas, con lo que se pretendería evitar, al menos en parte, los daños colaterales que afectaran a personas ajenas al conflicto. Es obvio que, en el caso de actividades relacionadas con el turismo ( hoteles, restaurantes, comercios etc.), los perjuicios de una huelga de servicios tienen un efecto directo sobre los ingresos de las compañías aéreas, pero el daño que se le hace al país, indirectamente, puede ser incluso ser superior; no sólo por las molestias a los usuarios afectados directamente, sino por la mala fama que se le da a la nación y los perjuicios que, derivados de ella, se pudieran derivar, en años venideros, para el propio sector.
Es evidente que, en España, tenemos, sobre todo en el aspecto laboral, asignaturas pendientes que, queramos admitirlo o no, debido a la intransigencia de los sindicatos y a la actitud poco realista y demagógica del Gobierno, impiden que nuestras empresas estén al mismo nivel, en cuanto a deberes y obligaciones, que las del resto de países que, inevitablemente, son con las que deberemos competir por los mercados mundiales, si es que queremos salir del estancamiento en el que nos encontramos en la actualidad. Un nueva Ley de Huelga en la que se contemplara, con sentido común, la forma de garantizar a los trabajadores su derecho de huelga como medio garantizado de presión, ante las empresas, para reclamar sus derechos económicos y sociales; complementados con unas medidas, preestablecidas, que evitaran que, los efectos que se derivan del paro provocado en las empresas, tuvieran unas consecuencias que pudieran llegar a ser más perniciosas que, el legítimo derecho, que se reivindicara. También, en el caso de huelgas en servicios públicos, se debería tener en cuenta que, los legítimos derechos de unas minorías, no pudieran llegar a producir unos resultados multiplicadores tales que pudieran provocar, ya en las propias empresas o en el propio sector, daños irrecuperables, peligro de accidentes, o grave deterioro de los derechos de otras mayorías, ajenas a las partes, pero que se vieran afectadas directamente e inevitablemente, por el conflicto en cuestión.
No se puede consentir que un derecho, por muy social y legítimo que sea, pueda poner cabeza abajo a toda una nación; de tal manera que, los derechos que se quieran reivindicar con el ejercicio de una medida, como la huelga, puedan llegar a causar problemas de orden público, afectar a la productividad de empresas ajenas al conflicto o causar graves e irrecuperables perjuicios en las propias empresas directamente afectadas, de modo que se vean obligadas a cesar en su actividad. Los derechos de los trabajadores no debieran estar reñidos con la sensatez y el sentido de la medida.
Miguel Massanet Bosch