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A vueltas con Baltasar Garzón (por Miguel Massanet Bosch)

Publicada el agosto 8, 2010 por admin6567
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Es evidente que un juez o magistrado que se equivoca en la administración de Justicia, comete un acto gravísimo. Sin embargo debemos partir de la evidencia de que los jueces son humanos; en ocasiones no logran reunir las pruebas concluyentes que les ayuden a emitir un fallo equitativo y tampoco están exentos de prejuicios, aun que no debieran tenerlos, que les inclinan, a veces inconscientemente, a decantarse hacia unas conclusiones que, no siempre, hacen justicia a quienes están juzgando. Por desgracia, se ha demostrado que se han dado más casos de los que se podría esperar, de errores por parte de la Justicia; cuando, posteriormente a la sentencia, se ha podido demostrar que el condenado era inocente de los cargos que se le habían imputado. Pero, con ser muy graves estos errores, en la mayoría de los casos involuntarios, yo creo que existen otro tipo de jueces que, no sólo constituyen un peligro por su falta de capacidad para aplicar las leyes, fuere por falta de conocimiento o por incuria en la incoación del correspondiente sumario, sino que adolecen de una cualidad que, sin duda, es algo esencial para aquel que tiene la responsabilidad de juzgar los comportamientos de las personas. Se trata de la ecuanimidad; la objetividad en el cumplimiento de su misión jurisdiccional; su apolitización y, si se me permite añadirlo, el prescindir de prejuicios personales, ideologías y posibles rencores para que, sobre todo ello resplandezca, con toda su fuerza, el espíritu de la imparcialidad y el sometimiento a la recta interpretación del código penal.

Sin duda, un simple estudiante de primer curso de derecho sabría contestar correctamente a este planteamiento. Sin embargo, durante estos últimos años, por desgracia para el prestigio del Poder Judicial y la confianza que los españoles tenían depositada en la administración de Justicia, han venido proliferando una generación de jueces que, apartándose del anonimato que tan conveniente es para aquellos que tienen la responsabilidad de determinar la inocencia o culpabilidad de los enjuiciados; han querido ampliar su ámbito jurisdiccional, incluso excediéndose en la interpretación de cuáles eran sus límites, para satisfacer sus egos y, de paso, conviene aclararlo, para aumentar sus ingresos, por un medio tan sencillo, pero a la vez tan difícil, de conseguir la popularidad, lo que, de por sí, entraña la posibilidad de que quien la alcanza se convierta en un émulo del mítico rey Midas, aquel de quien se decía que: todo lo que tocaba, se convertía en oro. Y si alguien quisiera saber quién, de entre el colectivo de jueces, fue el primero en intentar sobresalir por encima de los demás, aquel que quiso compaginar política con el ejercicio de la judicatura o el que, siguiendo determinadas ideas desviacionistas, de dudosa legitimidad; ha pretendido convertirse en el intérprete sui generis de los textos legales según “conviniere a la ocasión”; ha sido, efectivamente, don Baltasar Garzón.

No soy ni siquiatra ni psicólogo, pero no tengo duda de que cualquiera de ellos tendría materia suficiente para estudiar el estereotipo representado por este personaje que, violando una de las normas básicas de la ética, ha pretendido compaginar una etapa de político al servicio del PSOE, del que fue diputado en 1.993 y delegado del Gobierno en el Plan Nacional sobre Drogas, con rango de Secretario de Estado. Sin embargo, él había aspirado a ser ministro, seguramente ministro de Justicia, y al no ser nombrado para el puesto deseado se produjo su primera metamorfosis. En 1994 abandonó el cargo para, sin solución de continuidad, pasar a ocupar una plaza de juez  titular de instrucción en la Audiencia Nacional. En esta etapa se juntan meritorias actuaciones contra ETA, con detenciones de etarras, con la tramitación del caso GAL, un caso de terrorismo de Estado; pero que a él le sirvió para pasar cuentas con sus antiguos correligionarios, que no “supieron” reconocer sus méritos cuando se constituyó el gobierno de Felipe González. Sus actuaciones llevaron a la debacle de los socialistas en la siguientes elecciones y el, subsiguiente, abandono de F.González de la política activa.

Sin embargo, parece que España se le quedó chica y, en lugar de prestar atención a los asuntos que tenía pendientes de tramitar en la Audiencia Nacional, como si la locura de don Quijote de la Mancha se le hubiera contagiado; se dedicó a querer arreglar el Mundo desde su juzgado, empezando por encausar a Pinochet,  y siguiendo su cruzada justiciera ( el periodista M.A. Aguilar, de izquierdas, con motivo de su actuación en el caso del GAL, lo llegó a calificar de “el juez campeador) por las dictaduras de Argentina y de Chile; llegando, en su desvarío, a pretender empapelar al propio H.Kissinger, ex secretario de Estado de los EE.UU. Otra de sus “hazañas” más sonadas fue pretender desaforar al señor Silvio Berlusconi, miembro de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa; pero, sin duda, donde se “cubrió de gloria” y donde ha encontrado la horma de su zapato, que le ha costado ser suspendido de su cargo en la Audiencia Nacional, fue cuando, en el culmen de su cruzada en contra todo lo que le oliera a derechas; olvidándose de la Ley de Amnistía de 1.977 e interpretando de una forma excesivamente amplia la de la Justicia Internacional, se lanzó de cabeza a la tarea de resucitar del bendito olvido en el que, la España sensata, había conseguido relegarla, a desenterrar los sangrientos episodios de la Guerra Civil Española, enfocando el punto de mira de su actuación en el bando que perdió la contienda, olvidándose o pasando por alto, los crímenes, que fueron muchos y sórdidos, llevados a cabo por el Frente Popular y su séquito de criminales de la CNT y la FAI, con sus repugnantes centros de tortura, llamados checas, que tanto proliferaron en Barcelona, Madrid y Valencia. Llegó a negarse a investigar los crímenes de Paracuellos del Jarama, donde aparece, como figura principal, este personaje atrabiliario, llamado Santiago Carrillo, que aún hoy campa por sus respetos, dando clases de ética en la radio.

Pero su última hazaña, la del señor Garzón, por supuesto, ha sido arremeter, en un curso de verano de la Complutense (una universidad excesivamente laxa, que invita a señores que están bajo sospecha de prevaricación); contra la propia Iglesia Católica ­– conviene recordar que, sólo en la primera etapa de la guerra y en los prolegómenos de la misma, mas de 6.000 religiosos y religiosas fueron asesinados por la República, sin que nadie levantara un dedo para impedirlo y, todo esto sin contar, los templos incendiados, los sacrilegios cometidos por bandas de incontrolados y las torturas que se les inflingieron a las víctimas antes de ser asesinadas – a la que le imputa “dar ánimos a los torturados”  (en este caso se refiere a supuestos torturados por los nacionales) y de decirles “se paciente hijo mío y entrégate a Dios”. Lo que le ocurre al señor Garzón, es que, como todos los descreídos, sacan las palabras de contexto y se olvidan que, si es que hubo torturas, como el denuncia, no fueron nunca a cargo de la Iglesia católica, que, entre otras cosas, no tenía jurisdicción alguna para detener a nadie y, menos, para someterlas a tortura; en todo caso se trataría de presos sometidos a la Jurisdicción Militar que, por si se ha olvidado o le han informado mal, era la única que se ocupaba, en aquellos años de posguerra, de juzgar a los criminales de guerra. La explicación es sencilla, como ocurre hoy en día en aquellos países donde existe la pena de muerte, la misión de la Iglesia siempre ha sido y será, intentar consolar a las víctimas infundiendo, dentro de lo posible, el consuelo que proporciona le fe en un mundo sin injusticias. Pero, claro, Garzón es Garzón y ahora busca justificar sus derroches del dinero de los españoles, buscando culpables imaginarios sobre los que descargar sus patéticos rencores.

 

Miguel Massanet Bosch

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Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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