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El ‘impotente’ y ‘morboso’ separatismo catalán (por José Antonio Zarzalejos)

Publicada el octubre 31, 2015 por admin6567
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(Publicado en El Confidencial-Caffe Reggio, aquí)

El secesionismo catalán se ha vuelto a equivocar. No ha dejado de hacerlo en el siglo pasado y sus brotes de ‘rauxa’ en centurias anteriores concluyeron en gravísimas frustraciones. Desde la rebelión de 1640 hasta nuestros días. La catalana es una sociedad vital, trabajadora y generosa que no ha encontrado, salvo en períodos históricos muy breves, una clase dirigente que estuviese a la altura de sus circunstancias históricas. Tampoco la tiene ahora. Con el corrupto Pujol escandalizando con su indignidad personal y familiar y el patético, por mendicante y destructor, Mas, a la Cataluña de 2015 se le ajustaría como un guante el diagnóstico de hace 85 años elaborado por uno de sus más lúcidos intérpretes, Agustí Calvet, Gaziel.

El que fuera director de ‘La Vanguardia’ durante la guerra civil y relator de la asonada del 6 de octubre de 1934, escribió en 1930 lo siguiente: “El separatista cree que es imposible entenderse con el resto de los españoles, y para remediar esta situación, propone una cosa más difícil todavía, que es el desentenderse violentamente de ellos. No se siente capaz de hacer el esfuerzo necesario para influir en España, y en cambio, sueña con el gigantesco propósito de escapar en absoluto a su influencia formidable. Para salir de una dificultad, crea otra mayor. Pero ¿si faltan las fuerzas para resolver la más pequeña cómo van a tenerse para la máxima? Por eso, el separatismo ha sido siempre en Cataluña una pura negación estéril. Lo poco que se obtuvo vino en todo momento por vías de intervencionismo. Y el separatismo no hizo más que deshacer lo hecho, acarreando la anulación o destrucción de lo conseguido y dejando a Cataluña desolada e inerme, sin la más vaga, sin la más remota, sin la más quimérica compensación. El separatismo es una ilusión morbosa que encubre una absoluta impotencia”.

El separatismo de hogaño es, en lo esencial, como el de antaño. Entre la corrupción y la insensatez, la Cataluña de los grandes logros autonómicos derivados de la Constitución de 1978 ha sido destruida, sustituida por un patio de Monipodio en el que el filoanarquismo de la Candidatura de Unidad Popular -un 8,2% del voto emitido- lleva del ronzal a la autodestruida fuerza, otrora vertebral del país, CDC, y arrastra a la comunidad, con la resignación de su derrotada burguesía, a un callejón sin salida aparentando justamente lo que no tiene: capacidad y legitimidad para hacer de Cataluña algo distinto de lo que ha sido en la historia desde hace siglos, o sea, una parte protagonista y principalísima -pero parte- de una España que fue siempre plural, incluso cuando, en época de absolutismos monárquicos o dictaduras militares, quiso ser estandarizada y reducida a una unidad inerte y engañosa.

De nuevo la menestralía separatista catalana ha calculado mal la debilidad de España y de su Estado. Desde 1978, el Estado se ha ido fortaleciendo a veces de manera agónica. Pero de la misma manera que consiguió superar la brecha de transitar de la dictadura a la democracia sin que se desatasen los demonios familiares, superó también en 1981 un intento de golpe, soportó casi treinta años de terrorismo brutal, aguantó el tirón independentista del País Vasco con el Plan Ibarretxe y absorbió con normalidad la abdicación del Rey Juan Carlos, “motor del cambio” y factor fundacional del nuevo sistema. La crisis catalana le ha alcanzado consolidado como estructura jurídica y política básica de España, aun en plena crisis económica y social e, incluso, en la fase final de una época constitucional. Por eso la presidencia del Gobierno ha convocado con éxito a los líderes de la oposición; el Estado se ha presentado con todo su atrezo ante los organismos internacionales -el jueves, ante las Naciones Unidas en Madrid- y ha mostrado su determinación de hacer ver a los catalanes que “el separatismo es una ilusión morbosa que encubre una absoluta impotencia”.

Esa falta de recursos propios del secesionismo catalán para traducir su malentendida “voluntad de ser” (Vicens Vives) en algo diferente a una comunidad con autogobierno, en definitiva, esa recurrente impotencia para constituirse en un sujeto político soberano -ensayar ser lo que nunca fue- provoca el instinto insurreccional que tan exactamente refleja la propuesta de resolución del pasado 27 de octubre para convertir el Principado en un “estado catalán independiente en forma de república”.

No tratan los secesionistas -con manifiesta impotencia e ilegitimidad- de quebrar la sociedad española, sino su estructura política y legal

Este gen insurgente que parece anidar latente en Cataluña ha hecho daño frecuentemente a todas las grandes causas de España. Incluso a las progresistas, a las de la izquierda, que dispone en el texto de Manuel Azaña, ‘La velada en Benicarló’, de la amarga queja testamentaria contra una Generalidad que “funciona insurreccionada contra el Gobierno” de la II República. Quizás por la evocación de las reflexiones de aquellos años de hierro -1931, 1934- las fuerzas progresistas españolas no puedan olvidar que el envite catalán de este tiempo no es sólo ni principalmente contra España sino contra su Estado. No tratan los secesionistas -con manifiesta impotencia e ilegitimidad- de quebrar la sociedad española -ya globalizada- sino su estructura política y legal.

Cuando esta construcción efímera del secesionismo catalán termine por fracasar con evidencia, habría que volver al Agustí Calvet, Gaziel, de 1934 para repetir con él: “No busquemos, pues, ninguna explicación absurda a nuestro infortunio, ya que la única y principal es muy clara. Los culpables de cuanto le ocurre a Cataluña somos los catalanes. Los partidos que nos representaron y nosotros que les indujimos a que lo hiciesen tan mal. Y eso es todo. Si sirve de lección para el futuro, venga el dolor, que será enseñanza”.

Nadie quiere -al menos no la mayoría-, ni vencedores ni vencidos, pero esa misma mayoría social, ciudadana y política española no está dispuesta a que desde la insurgencia y la huida hacia adelante se quiebre la integridad del Estado. Y para evitarlo, es de temer, que la proposición parlamentaria de los secesionistas no deje margen a terceras vías ni negociaciones sino a la exigencia del desistimiento de los que -impotentes por ausencia de razón y legitimidad democrática- desean imponer sus complejos históricos y encubrir sus debilidades.

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