(Publicado en La Vanguardia-Reggio´s, aquí)
Que nadie se engañe: si a la clase política española le quitaran el peso de las autonomías, sentiría un enorme alivio. Y si se lo quitaran a la más autonomista, que es Elena Salgado, el alivio sería supremo: dejaría de tener un problema en sus hojas de cálculo, no tendría que imponer austeridades y todo sería mucho más controlable. Pero tampoco nos engañemos en lo contrario: hay un clima de opinión pública que aprecia el sistema autonómico, pero lo considera muy caro. Se ha encontrado la frase hiriente: no podemos pagar tantos gobiernos, tantos parlamentos, tantas instituciones adyacentes y tanto boato y coche oficial. Pero, al mismo tiempo, cuando las administraciones autonómicas hacen recortes, estalla el conflicto social, como se ha comprobado en la Región de Murcia.
Es decir, que tenemos un problema. Un problema que se puede agigantar en boca de Aznar hasta elevarlo a la categoría de “Estado no viable y financieramente inviable”, o se puede reducir a la necesidad de meros ajustes. Se puede entender como una agresión, como en Catalunya, o como necesidad de racionalizar el modelo. No faltan las voces que sugieren la devolución de competencias, y han surgido los miedos a que la ley del péndulo, de gran tradición española, nos lleve a una nueva fiebre centralista, como corresponde a treinta años de descentralización. Es decir, que se ha montado un debate sin saber de qué estamos hablando: de competencias, de control del gasto o de abrupto renacimiento de la mentalidad jacobina.
Ante ello, creo que lo razonable es partir de lo dicho por Santiago Carrillo (negar las autonomías es anticonstitucional) y plantear dónde están los desajustes. Y no nos embrollemos en discusiones estériles: hay las nacionalidades que dice la Constitución y hay las nuevas autonomías, cada una con sus derechos históricos, sus singularidades y su vínculo común, que es pertenecer al mismo Estado. Entre todas forman el Estado, y el Estado debe acogerlas como son. Parece mentira que haya que repetir esos principios, asumidos por todos desde la transición. Y no cabe marcha atrás.
A partir de ahí, el drama es exclusivamente económico. Si la fiesta terminó, terminó para todos. Si queremos salvar el sistema en su integridad, hay que mantener el músculo y quitarle grasa. Y la grasa está en las mismas competencias ejercidas por tres administraciones, con lo que cuesta y confunde a los ciudadanos. Está en la proliferación de órganos que tratan de repetir los del Estado, incluso en comunidades uniprovinciales. Está en las televisiones autonómicas, cuyo déficit ha sido algún año similar al déficit sanitario, lo cual es inadmisible. Y está en el conjunto de empresas públicas, muchas veces concebidas para crear una administración paralela y practicar los peores vicios políticos, que son el clientelismo y el amiguismo. Céntrese el debate en esos aspectos, y veremos cómo se rebaja la tensión.