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¿Vale todo en el deporte? (por Miguel Massanet Bosch)

Publicada el enero 28, 2011 por admin6567
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No soy lo que se pueda calificar aficionado a los deportes, no conozco los nombres de los jugadores de nuestros equipos de fútbol, aunque me gusta seguir los resultados de la Liga; aunque sólo sea para no convertirme en un analfabeto en algo en que, una gran mayoría de españoles, consideran más importante que la política, la economía, la vida familiar y, por qué no decirlo, incluso el sexo. Sin embargo, nadie se atrevería a restarle importancia al deporte como un gran revulsivo de masas, como un fenómeno social digno de ser estudiado por los sociólogos y un mecanismo utilizado por algunos para hacer política; sabedores de que, si se manejan bien las piezas, se puede lograr atraer, a través de la utilización de técnicas de manejo de masas, las voluntades de aquellos seguidores incondicionales, hacia una determinada tendencia política. Ni que decir tiene que, en España, el deporte rey ha sido y sigue siendo, por su gran popularidad, el fútbol. Este deporte acapara casi el noventa por ciento de todos los artículos de la prensa especializada y, probablemente, son las lecturas preferidas de una gran mayoría de la ciudadanía, que devora sus informaciones con una atención, pasión e interés que no tiene comparación con la que se les dedica a la política, la economía o cualquier otra materia cultural o científica, con la posible excepción, de las noticias de la prensa rosa que, al menos, dentro del colectivo femenino (no feminista por supuesto), tiene mayor predicamento que el tema deportivo, debido a que a las féminas, de los futbolistas nada más les interesan sus piernas, sus problemas amorosos y sus ligues.

No dudo de que, el fundador de los Juegos Olímpicos modernos, el señor Barón de Cubertin, fuera un  visionario de buena fe y creyera de verdad que, en el Siglo XIX podría resucitar aquellos juegos o competiciones practicados por los griegos (sólo los que hablaban griego podían competir) en la mítica ciudad de Olimpia, cercana a Atenas; en los que no había equipos, premios (al vencedor se le coronaba con una corona de olivo) ni afán de lucro alguno que pudieran empañar la limpieza, deportividad ( las infracciones deportivas se castigaban con latigazos) y el espíritu competitivo de aquellos atletas desnudos que competían, exclusivamente, para destacar entre sus pares. No obstante, pronto el espíritu amateur de los modernos juegos olímpicos empezó a sufrir el desgaste propio de una civilización demasiado preocupada por el beneficio económico y, si bien, se ha mantenido el espíritu desinteresado y amateur de los atletas que vienen participando en todas sus especialidades deportivas, el hecho es que, detrás de dichos espectáculos, se desarrolla una actividad comercial que nada tiene que ver con aquel presunto espíritu promovido por el bueno de Coubertin. Y, si en las competiciones olímpicas, se han ido infiltrando ayudas, dietas, premios de las respectivas federaciones etc.; ya no digamos cuando trasladamos los deportes y, en especial, el fútbol, al nivel nacional o, en el caso de España, al europeo o internacional, donde cada equipo local se convierte en ídolo de sus seguidores, descastando lo que debiera ser una representación local, una plantilla integrada por jugadores de la tierra; mediante la contratación de foráneos, nacionales o extranjeros, por los que los clubes pagan verdaderas fortunas, en una de las muestra más abyecta del mercantilismo en el que han convertido lo que debiera ser un simple deporte.

Pero, la realidad está ahí y nadie puede negar la influencia del fútbol en la sociedad española y ello quedó patente cuando, en el pasado Campeonato del Mundo, la audiencia de las televisiones batió records, las calles quedaron desiertas cada vez que jugaba España y, la apoteosis final, cuando quedó vencedora, produjo el fenómeno sociológico, nunca visto en toda la democracia, de que los españoles salieran a celebrarlo con banderas nacionales, incluso en lugares donde hacía años que no sucedía, como fueron Catalunya y el País Vasco. Pero, en España, desde que nos gobiernan los socialistas, ya no existe la solidaridad entre todos los españoles, ya no gozamos de una situación de desahogo y prosperidad, como en años anteriores; ya no nos vemos los unos a los otros como hermanos; ya cada estadio de fútbol se ha convertido en un fortín donde, aparte de jugar al balón pie, como deberíamos calificarlo si no nos pareciera cursi esta expresión, se ha de anteponer el ganar cada partido antes que practicar lo que los ingleses califican de fair play; en los vestuarios ya no se recomienda a los jugadores que mantengan los buenos modos y, en  los ámbitos directivos de cada equipo ya no se mantiene el respeto y cortesía por el adversario. Para mayor vergüenza, de toda esta barahúnda futbolística, de toda esta manifestación de anti–deporte, de este “todo vale para conseguir ganar”; los efectos que estamos comprobando que se producen en determinados estadios, nos muestran que las rivalidades pueden ser llevadas a un punto de no retorno; las pasiones pueden trufarse de idearios políticos y los resultados de una política de crispación llevada a cabo por prensa deportiva, por televisiones o radios que siembran semillas de odio o por directivos que piensan que, azuzando a las masas contra el adversario, adquirirán popularidad o conseguirán apoyo y soporte para lanzarse a la arena política.

Por desgracia, no son meras teorías o ensayos, porque, recientemente, hemos visto como el señor Laporta, ex presidente del CF Barcelona, se valió de su popularidad para conseguir sacar 4 diputados  en el Parlament catalán. Previamente, se había dedicado a ir ahondando en la animadversión secular de los catalanes contra el Real Madrid; logrando que, lo que era rivalidad deportiva, se convirtiera en odio y, de ahí a explotar el catalanismo contra el Gobierno central y todo lo madrileño, no había más que un paso, algo que no tuvo inconveniente en dar, cuando los reyes de España fueron abucheados e insultados en el estadio del Camp Nou. Un señor millonario, del que se duda sobre si administró correctamente las finanzas del club (parece que hay algunas lagunas en las cuentas de la entidad), no ha dudado en contribuir al separatismo para saciar su ansia de poder. Afortunadamente, el nuevo presidente del Barcelona, el señor Rosell, parece que tiene otros métodos y otro talante que se compagina mejor con la exquisita cortesía y discreción del entrenador, señor Guardiola.

Pero, quizá porque han comenzado a existir equipos nacionalistas y no nacionalistas; de izquierdas o de derechas o se han realimentado viejas rencillas entre unos y otros, lo cierto es que, cada vez con más frecuencia, los encuentros entre equipos vienen precedidos de un “calentamiento”, ya fuere a cargo de los entrenadores, ya lo fuera por las mismas directivas o por la prensa deportiva, que espera sacar beneficio de poner al rojo vivo el ánimo de la afición. La consecuencia: vandalismo en las gradas. En cualquier afición siempre existe una minoría dispuesta a utilizar a métodos expeditivos para “ayudar a su equipo”; no les basta gritar, tampoco se conforman con insultar destempladamente, sino que han de destacarse lanzando petardos, agrediendo a los fans del equipo visitante o, si se tercia, lanzar botellas a los jugadores del equipo contrario que, cuando dan en el blanco siempre sale un inocente perjudicado por su cretinez. Por eso, el señor Del Nido, del Sevilla debiera reflexionar sobre la campaña, absolutamente injustificada, y peligrosa que inició antes del encuentro del Sevilla- Real Madrid. No sirve mostrarse, a posteriori, indignado con el culpable del botellazo; ya que sólo fue un efecto de lo que él sembró, agitando a la afición del Sevilla. La sanción debiera ser ejemplar porque, si se sigue por este camino, puede que cuando menos se piense, el resultado de una acción semejante puede tener un resultado fatal irreparable.

Miguel Massanet Bosch

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Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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