Para muchos de nosotros cuando nos hablan de naciones situadas en el lejano Pacífico, es como si nos explicaran historias de alienígenas o nos estuvieran hablando de civilizaciones de los Incas americanos o de los esquimales del Ártico; nos suena a exótico, lejano y misterioso. Cierto, que estamos acostumbrados a ver, por las calles de nuestras grandes ciudades, a estos grupos disciplinados de japoneses y japonesas, atentos a las explicaciones de sus guías o monitores, provistos de sus espectaculares cámaras, siempre amables, sonrientes y extremadamente educados. En realidad, nos cuesta relacionarlos con aquella civilización ancestral de los grandes señores feudales, de los valientes y temibles samuráis o de las románticas imágenes de la desgraciada Madame Buttefly y del gallardo teniente de la marina de los EE.UU. B.F.Pinkerton, de la ópera de J. Puccini; que han hecho que tengamos una imagen tópica de sus almendros en flor y del monte Fuji-yama, con su cráter perennemente nevado.
Es cierto que, durante unos años, la propaganda americana nos pintó al pueblo japonés como una raza de fanáticos y crueles guerreros, que sólo aspiraba a conquistar naciones y a martirizar a sus ciudadanos; sin embargo, los japoneses están muy distantes de aquel estereotipo y, en realidad, son personas trabajadoras, estudiosas, amables y hospitalarias de las que los europeos tendríamos mucho que aprender. Cuando vimos como, sobre Hiroshima y Nagasaki, aquellos que quisieron asumir la imagen de defensores de occidente y guardianes de la civilización, fueron capaces de masacrar a cientos de miles de personas con el lanzamiento de sendas bombas atómicas sobre aquellas desgraciadas localidades; no podemos menos que dudar de todo aquello que la propaganda bélica de occidente se esforzaba en hacernos creer, a través de sus documentales y películas de carácter bélico. Bastaba ver los resultados, absolutamente execrables, de aquellas personas quemadas, despavoridas y desesperadas, que buscaban a sus deudos en medio de un paisaje dantesco de fuego y radiación. No, no señores, el pueblo japonés era un pueblo asediado, un pueblo de bravos soldados, como lo demostraron en Okinawa, en la que un puñado de ellos tuvo en jaque a todo el potencial militar de los EE.UU, que pensaron que los dominarían en unos días y tuvieron que pasar meses antes de que consiguieran hacerse con la isla, cuando ya no quedaban defensores para oponérseles.
Estos días el Japón ha sido víctima de uno de estos fenómenos que hace que la humanidad se sienta pequeña, que toda la fatuidad del género humano se disuelva en pequeños pedazos ante la inmensidad de las fuerzas tectónicas de la naturaleza; que nos sitúan a los hombres en el puesto que nos corresponde dentro de esta inmensidad que es el Universo. El terremoto y subsiguiente tsunami que le siguió, han servido para dejar una gran extensión de la costa japonesa completamente arrasada y, esto, admitiendo que los japoneses es probable que sean el pueblo mejor preparado técnica y mentalmente para afrontar semejantes catástrofes, para las que son adiestrados desde su más tierna infancia. Una nación, para la que los temblores de tierra son el pan nuestro de cada día y donde la sangre fía y disciplina que caracteriza a tal pueblo, descartan que ante semejantes fenómenos naturales reacciones con histeria, gritos o lamentos, algo que se guardan para cada uno de ellos sin dejar que trasciendan de su intimidad.
Un terremoto de 8’9 grados de magnitud en la escala Richter, no es, ni mucho menos, algo que pueda entenderse como un fenómeno corriente, incluso para un pueblo habituado a ellos como es el japonés; pero, lo que verdaderamente ha sobrepasado las previsiones de los expertos japoneses y mundiales, han sido las letales consecuencias del tsunami que le siguió y que arrasó, prácticamente, toda la costa nordeste del archipiélago y puso en alerta a todas las naciones lindantes con el Pacífico. Es evidente que, si el mismo fenómeno hubiera tenido lugar en las costas españolas, una nación poco habituada a los terremotos, al menos a los importantes, los efectos en las ciudades costeras, no sólo en pérdidas materiales, sino en vidas humanas y en la reacción descontrolada de las víctimas, hubieran dado lugar a destrucciones masivas de las poblaciones costeras ( por ejemplo Barcelona o Valencia), que no sólo hubieran quedado arrasadas y sin un edificio en pié, sino que las víctimas se hubieran contado por centenares de miles o millones y los heridos, probablemente, hubieran superado con creces tales cantidades. No obstante, el sistema que utilizan en el Japón para construir sus edificios, dotados de medios para evitar el derrumbe de las edificaciones; la preparación de la población civil, que tiene perfectamente asumidos los roles de cada uno ante un fenómeno de tal magnitud y su característica sangre fría ante las adversidades, han hecho que la cantidad de víctimas, aunque muy importante, haya sido, con toda probabilidad, mucho más reducida de lo que se podría esperar de semejante desastre natural.
Y es que, cuando la humanidad se encuentra ante tales retos, cuando se siente impotente frente a la naturaleza y sus manifestaciones; es cuando, señores, reflexionamos sobre nuestra pequeñez, sobre lo indefensos que nos encontramos en semejantes circunstancias y la temeridad y estupidez de aquellos que intentan demostrar que, la humanidad, es capaz de alterar ni uno solo de los eventos que vienen marcados por el discurrir de los tiempos y las fuerzas internas que, sin que podamos hacer nada para evitarlo, siguen las leyes físicas que son capaces de hacer que este planeta, en el que estamos de prestado por la voluntad de Dios, para los creyentes, o por los dictados de las fuerzas telúricas, para los ateos; pueda alterarse de tal manera que pudiera convertirse, en un momento dado, en una enorme sepultura para toda la vida de este planeta. No debemos olvidarnos de que hace ya muchos millones de años, en el período Mesozoico, un enorme meteorito impactó contra la Tierra, acabando con prácticamente toda la vida existente sobre su superficie, causando la extinción de los grandes dinosaurios. Hoy, los científicos se ufanan de dominar la energía atómica y de ser los amos de todos los animales terrestres y marinos pero, señores, en cuanto se trata de poner orden en los fenómenos meteorológicos o evitar los grandes seísmos, se encuentran tan indefensos y desvalidos como lo estaban los primeros pobladores de Atapuerca.
Ante una desgracia semejante lo único que se puede hacer es mostrar nuestra solidaridad con el pueblo japonés, rezar, los que sabemos hacerlo, para que tengan ánimo para soportar la adversidad y colaborar para enviarles las ayudas materiales y espirituales que ellos precisen; que puedan servir para consolarlos en su aflicción y confortarlos en la esperanza de que con su esfuerzo, espíritu de sacrificio y tesón, van a ser capaces de levantar las zonas castigadas por la catástrofe y recuperar a sus muertos para que puedan rendirles el último tributo que se les debe, antes de darles sepultura. Es el momento en el que todos debemos olvidarnos de nuestros egoísmos y nuestras propias preocupaciones, para acordarnos de aquellos seres humanos, del gran pueblo japonés, para que no se sientan solos y desamparados ante tal cúmulo de desgracias. Yo, por mi parte, desde aquí les rindo el tributo por su valentía, su serenidad ante el peligro y el ejemplo que están dando a este mundo donde las mayores desgracias, las más graves carnicerías y los mayores genocidios corren a cargo de nuestros semejantes. ¡Buena suerte, amigos! 幸運を祈ります
Miguel Massanet Bosch