(Publicado en República de las ideas, aquí)
“Aquí yace media España, murió de la otra media”, señaló Mariano José de Larra al hilo de las Guerras Carlistas y, poco después, se suicidó. Desgraciadamente, ya no son solo dos las Españas que se zurran la badana la una a la otra. A esa idea, machadiana en sus más brillantes expresiones, le ha salido un perturbador estrambote.
Antes, hasta la Constitución del 78, las dos Españas estaban ahí. Cuando la una no se sobreponía sobre la otra e imponía su voz y su ley, en las pocas y cortas treguas democráticas que nos ha regalado la Historia, las dos seguían presentes; pero con apariencias de civilizado enfrentamiento, acotando al Parlamento y sus estribaciones políticas las diferencias. Los líderes, en esos periodos democráticos, formaban cuerpo con sus bases sociales y eran, de igual a igual o una sobre otra, solo dos Españas condenadas a entenderse o, cuando menos, a soportarse mutuamente.
La novedad de la democracia formal que conocemos y vivimos en los últimos treinta años es que ya somos dos Españas… y pico. De las dos de siempre, las que le dolían a Miguel de Unamuno, se han separado de sus correspondientes jefes políticos y así estamos: una España, la otra y el pico que suponen José Luis Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy y los demás.
Un pintoresco sistema electoral ha mermado, ninguneado, la hipótesis representativa y el compadreo entre los “profesionales” de la política tiende a alejar de su escenario natural, el Parlamento – o los Parlamentos, porque tenemos muchos –, el debate político. El sistema, escasamente representativo, tampoco es, de facto, parlamentario. A tal punto hemos llegado que los sistemas sociales de seguridad y pensiones son distintos para los políticos electos que para sus electores. Para las dos Españas y para su pico, que es común y, desgraciadamente, homogéneo.
En la pasada semana hemos asistido a un hecho, menor si se quiere, pero sintomático de lo que digo y lamento. Un tal José Ignacio Echevarría, que no pertenece a la paidocracia instalada en los dos grandes partidos, que peina canas y es un veterano del PP con abundancia de cargos en su hoja de servicios y que, en la actualidad, actúa como consejero de Transportes e Infraestructuras en el equipo de Esperanza Aguirre se ha permitido negar en la tribuna que, supuestamente, nos representa a los vecinos de la Comunidad de Madrid la existencia del metrobús, una realidad que cuesta 9,60 euros, sirve para diez viajes en el autobús o en el metro y que los madrileños utilizan unas 250 millones de veces al año.
Si el “ministro” del ramo ignora el más frecuente de los sistemas de pago en el transporte capitalino, el acontecimiento merece una reflexión. ¿A qué coño se dedica el señor Echevarría?
La anécdota, divertida en cuanto tiene de límite en el desprecio a los ciudadanos, no es, desgraciadamente, un fenómeno aislado. Es sintomática de la clase política que, votación a votación, hemos ido configurando los ciudadanos. Ni Echevarría, pobrecito, nació en la Casa de Campo, después de la lluvia, como los hongos, ni Zapatero, Rajoy y los demás están donde les vemos por señalamiento sobrenatural. Son todos la propuesta de unos partidos políticos oligárquicos – el pico que complementa las dos Españas de la actualidad – y están avalados, muchos de ellos más de una vez, por nuestros votos.
Zapatero y Rajoy, por pasar de la anécdota a la categoría, tienen, entre los dos, el respaldo de más del ochenta por ciento de los españoles y, a pesar de ello, no se sienten comprometidos con las hemi Españas que les corresponden. Ni el líder socialista se considera obligado a decirnos si pretende solicitar nuestro respaldo para una nueva legislatura ni el popular a desvelarnos el programa de Gobierno con el que, se supone, pretende enmendar la catástrofe generada por su antagonista.
Ya es una desgracia que la Nación se componga de dos mitades enfrentadas, con el añadido centrífugo de algunas minorías periféricas; pero que los dirigentes de cada mitad formen un cuerpo aparte, privilegiado, prácticamente impune y siempre dispuesto a, con incuestionable unanimidad, a mejorar sus condiciones y bicocas es, además, algo trágico.
Zapatero está triste y su pena le sirve de pretexto. Rajoy está pletórico y su alegría le vale para el disimulo. Ninguno se nos ofrece diáfano, indubitable, como marcan los cánones democráticos. La partitocracia, el sucedáneo al uso, exige oscuridades para su mantenimiento. El pico dirigente no puede acercarse a las dos Españas dirigidas para que no se les advierta el truco. Quizás algún día la tercera España, la de Ortega, la de Madariaga, consiga salir a superficie para que conozcamos una democracia auténtica. Es decir, liberal.