(Publicado en El Mundo, aquí)
Era de suponer que el auto del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, por el que se conminaba a la Administración autonómica a hacer del castellano y del catalán las lenguas vehiculares en la escuela, iba a destapar la caja de los truenos del nacionalismo. La campaña de presiones comienza a dar sus frutos.
El ministro de Justicia imparte doctrina jurídica falsa (no es verdad que el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo hayan avalado la inmersión lingüística, han dicho lo contrario: el catalán y el castellano son lenguas oficiales de Cataluña y, por lo tanto, ambas deben ser lenguas vehiculares en la enseñanza); el presidente del TSJC, Miguel Ángel Gimeno –antaño tan rebelde como miembro de Jueces para la Democracia, ahora tan dócil con el poder nacionalista– deja en la estacada a los magistrados especialistas de la Sala de lo Contencioso-Administrativo y, en vez de ampararlos, les corrige la plana y entrega su cabeza a los inquisidores, aunque luego dé marcha atrás.
La máquina para parar el mecanismo de la justicia se ha puesto en marcha. Llevan años enviando a los ciudadanos a los tribunales para que reclamen allí unos derechos que estaban meridianamente claros en la Constitución y en la doctrina del Tribunal Constitucional. Cuando los tribunales, por fin, después de una tortuosa y larga marcha, comienzan a pronunciarse, son demonizados y los demandantes apaleados. Joaquim Arenas, el padre del invento de la inmersión lingüística, viendo que su obra comienza a desmoronarse, acude al tópico de calificar como malos catalanes a los que piden que la educación sea bilingüe.
Muestran los dientes, amenazan a las formaciones que defienden el bilingüismo y recuerdan a las asociaciones subvencionadas y a los empresarios del sector que no muestren flaqueza con quien les da de comer. Y mienten, mienten sin pudor, con la impunidad que da el fanatismo y con el descaro que permite el cinismo. La «abominable educación bilingüe», que es la que prefieren los padres y madres que pueden pagarla para la mayoría de sus hijos, se convierte en el gran pandemónium. Los valedores de la única lengua son conscientes de que el proyecto no es pedagógico, sino político: «En Cataluña, en catalán». Cuando se les recuerda la debilidad del argumento –ni sociológica, ni jurídica, ni históricamente ha sido así– sacan a relucir las reglas de la nueva religión.
El calvinismo catalanista dispone que la interpretación superior, auténtica y verdadera de Cataluña es la de los nacionalistas y a ella deben someterse ciudadanos, administraciones y jueces. Sus resoluciones son muy claras. Quien se rebela contra la doctrina está condenado al escarnio social sin derecho a réplica –de eso se encargan los medios de comunicación públicos– y se arriesga a quedarse sin patria porque cualquier rebeldía encamina a Cataluña hacía la independencia.
José Domingo es presidente de Impulso Ciudadano