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El Islam en casa y en nuestras fronteras (por Miguel Massanet Bosch)

Publicada el enero 5, 2012 por admin6567
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“La enemistad es una ira que espera la ocasión de vengarse” decía Cicerón en sus Disputaciones Tusculanea. Y si alguien pensara que nuestros “amigos”, los árabes del sur, se han conformado con la pérdida de Granada y le han perdonado a Boabdil El Chico el que sus antecesores, tantos siglos afincados en España, tuvieran que volver a atravesar el estrecho de Gibraltar para regresar a su país de origen, África, es que no conoce la mentalidad de estos vecinos que, por mucho que pase el tiempo y la modernidad, los adelantos técnicos y la medicina avancen a pasos agigantados, ellos siguen, erre que erre, anclados en sus tradiciones milenarias, sometidos a una religión, la islámica, que les impone ciertos preceptos que, en ocasiones, pueden resultar muy chocantes y peligrosos allende de sus fronteras; conservando en su memoria, ­ quizá porque sus mufties se lo vienen recordando continuamente, el recuerdo de sus antiguos lares en la península Ibérica, de donde fueron arrojados por las “infieles cristianos” allá por el año 1.492; una ofensa que no pueden perdonar, a pesar de que de aquellos faustos han pasado ya más de cinco centurias.

Cuando, hace menos de un año, se produjo en Túnez el primer amago de revolución contra los poderes fácticos; aquella que se atribuyó a unos jóvenes que, a través de las redes sociales, incitaron al levantamiento contra la dictadura opresora de Ben Alí, quizá con buenas intenciones, quizá impulsados por otros o manejados por los poderes fácticos interesados en crear un nuevo conflicto en el norte del continente africano; ya sentimos las primeras inquietudes respecto a aquella campaña emprendida para “recobrar la democracia” en tunicia; escarmentados de que, bajo estos auspicios, en apariencia tan justos y deseables, lo que se estuviera cociendo fueran los intentos de determinados grupos poderosos para hacerse con el poder absoluto y totalitario.

Pero, cuando esta epidemia se extendió a Egipto, se produjeron algaradas y muertes en la plaza Tahrir y se consiguió el derrocamiento del presidente Hosni Mubarak; esta vez por otros grupos revolucionarios entre los que se movían con inusitada actividad, los “hermanos musulmanes” ya no dudamos de que el complot estaba perfectamente organizado y encaminado a un fin evidente: convertir la parte septentrional del continente africano,  en una prolongación de Irán, los emiratos árabes  y Arabia Saudí, los verdaderos incitadores y beneficiarios de la islamización de las diversas dictaduras de los países costeros norteafricanos, hasta ahora renuentes a darles más poder a los islamistas. Siguió Libia, Yémen, hubo intentos en Marruecos y Argelia, hasta que, hace poco, la revolución recaló en Siria, donde se ha convertido en una verdadera matanza que hace dudar de si, en realidad, vale la pena verter tanta sangre para que, una vez se haya conseguido la ansiada democracia por la que se está luchando, los resultados sean el quedar sometidos a otra dictadura, esta vez religiosa, consistente en la implantación de la sharía, en todos los nuevos gobiernos de tendencia islamista. Se sale de una dictadura, bajo pretexto de salvaguardar los derechos humanos de los ciudadanos “oprimidos”, para caer en otra, más sutil, más vendible a los musulmanes y más de acuerdo con sus tendencias religiosas pero, sin duda, mucho menos flexible, más opresora, menos tolerante con las otras religiones y menos propicia a someterse a los dictados de la modernidad, los avances sociales y la igualdad de géneros.

Estos días ha habido elecciones en Marruecos, nuestro vecino del otro lado del estrecho de Gibraltar. A pesar de que su rey, Mohamed VI, ha desplegado toda su influencia y su habilidad diplomática para librarse de lo que ha ocurrido en los otros países de su entorno, es cierto que no ha conseguido impedir que el partido islamista PDJ (Partido Justicia y Desarrollo) presidido por Abdelilah Benkirán, ganara las elecciones y de paso se haya quedado con las principales carteras del nuevo ejecutivo. Por el mismo camino sigue la inacabable revolución egipcia que se mantiene en un estira y afloja entre los distintos partidos, entre los que destaca por su mejor organización, el de los Hermanos Musulmanes y el Ejército, que se resiste a dejar el poder convencido de que, si lo hace, puede producirse un caos de incalculables consecuencias. En Libia, depuesto y asesinado el dictador, la patata está en manos de los distintos jefes tribales que, una vez eliminado el obstáculo que constituía el señor Gadafi, han quedado rotos los lazos que los unían para dar paso a los intereses particulares de cada jefe de tribu. Como en los otros casos de países que han padecido la revolución, los partidos religiosos islamistas son los que tienen más predicamento y autoridad sobre los ciudadanos.

En fin, señores, por muchos que nos duela reconocerlo, la frontera con África se ha convertido en un semillero de islamistas que, mucho nos tememos, nos va a empezar a causar problemas si, como ya ha ocurrido con Marruecos, a todos se les ocurre que tienen derecho a ocupar el antiguo Al Ándalus, para tener una posición estratégica y comercial mucho más favorable para poder extenderse hacia Europa y, de paso, venderle sus productos sin tener que depender del gobierno español para hacerlo, eliminando la competencia que España supone en cuanto al sector agrícola. Puede que, en otro tiempo, esta amenaza no fuera tan temible, porque el Ejército español era muy superior al de Marruecos y los otros países norteafricanos; pero las circunstancias han cambiado, nuestro Ejército es mucho menor y está formado por militares que provienen, en su mayoría, de la inmigración de los países americanos, personas que se han alistado para conseguir la nacionalidad y aprender un oficio, algo que los convierte en mercenarios. Es obvio que no está en condiciones, ni por el material del que dispone ni por las circunstancias económicas que afectan a nuestro país, de mantener una contienda con ninguno de nuestros vecinos que pudiera prolongarse más allá de unos pocos días. Las ayudas que pudiéramos recibir de Europa, cuando existen importante intereses de por medio entre Francia e Inglaterra y algunas de sus antiguas colonias, nos hacen pensar que no serían muchas ni especialmente efectivas.

Pero existe otro factor preocupante. La inmigración que el señor Caldera y. el gobierno socialista permitieron que llegara a España, sin que se ocupasen de establecer un control estricto, consistente en comprobar que cada inmigrante venía con un contrato firmado y que no tenía antecedentes penales en su país de origen. En su lugar, se permitió la avalancha de inmigrantes, se los regularizó a todos y se convirtió a nuestra nación en un lugar de acogida para todo aquel que no tuviera otro mejor que elegir. La consecuencia, un aumento de población que rondaba los cinco millones (curiosamente coincidente con el número de parados que tenemos actualmente en España) con la particularidad de que, al regularizarse a los irregulares, hemos dado acogida a bandas de delincuentes procedentes del este de Europa, a bandas latinas que han llegado de Suramérica, a delincuentes habituales y a sicarios acostumbrados a matar por cuatro chavos. Ahora no hay trabajo, algunos se han marchado, pero otros roban para vivir; atracan y matan a sus mujeres (sería conveniente que se dieran cifras de violencia doméstica para que supiéramos el tanto por ciento de inmigrantes en esta macabra estadística). No se trata de xenofobia, sino de valorar el problema en sus justos términos y, si tenemos más de un millón de inmigrantes procedentes del Magreb, gente que no se integra, alguien debiera preocuparse de que, en su día, no se conviertan en una “quinta columna” a modo del caballo de Troya. O así es, señores, como veo yo este tema.

Miguel Massanet Bosch

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Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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