A la célebre y casquivana marquesa Madame de la Pompadour se le atribuye una de las más célebres frases lapidarias pronunciadas en la historia de la humanidad cuando, en un intento de consolar al rey Luis XVI, que se encontraba apesadumbrado por el resultado de la batalla de Rossbask (1.757), pronunció las siguientes palabras: “Después de nosotros el diluvio”. Quizá sea la más breve definición de esta lacra que ha venido, a través de los tiempos, siendo uno de las taras más comunes de la raza humana. Por desgracia, el transcurso de los tiempos no ha servido para que los hombres hayan avanzado, así como lo han hecho las ciencias, las artes, la medicina, los transportes, las comunicaciones y toda clase reprogresos en el orden material e intelectual, sin embargo, en lo que se pueden considerar los valores básicos que deben regir la conducta humana en relación a sus miembros y respecto a las demás criaturas de la naturaleza, si es que nos queremos fijar en lo que se entiende como cohabitación, relaciones personales, trato, deberes y obligaciones y solidaridad, deberemos reconocer que no hemos avanzado ni un ápice, si no es que hayamos retrocedido a los sistemas tribales de nuestros ancestros; con la particularidad de que, aquellos, eran considerados como criaturas salvajes y los que hoy en día formamos parte de la humanidad, presumimos de ser civilizados y modernos.
Las bestias matan para alimentarse y proveer a sus propias necesidades y las de sus camadas. No lo hacen para tener un arsenal de cadáveres almacenados para que acaben pudriéndose, sin haber obtenido provecho alguno de aquella matanza. En el caso de los hombres si matan, si se aprovechan de los demás, si no les importa la miseria ni la pobreza de sus semejantes y si no sienten compasión de los enfermos y desgraciados es, simplemente, porque no tienen más que una preocupación en la cabeza: vivir mejor, acumular riquezas y permitirse ser más poderosos que los demás, para destacar sobre ellos, despilfarrando, sin miramiento, lo que les sobra sin tener en cuenta las necesidades imperiosas de aquellos a los que lo que ganan no les basta para vivir decentemente. Es el egoísmo, esta lacra que se ha convertido en una de las epidemias más nocivas de los tiempos en los que vivimos.
Hoy, para el común de la gente les produce hilaridad, les causa desprecio y un despilfarro injustificable, la conducta de aquellas personas, héroes legendarios y héroes anónimos que se han sacrificado por los demás, pereciendo en el intento. La gesta del general Moscardó en el Alcázar de Toledo ha sido minusvalorada, desdeñada y borrada del historial de los museos del Ejército en España porque intereses políticos se han empeñado en que podría constituir un mal ejemplo para las nuevas generaciones a las que, por lo visto, es mejor aleccionar en la EpC y doctrinas marxistas, que infundirles valores como el servicio a la Patria, el sacrificio por los demás o el respecto por los mayores que, dicho sea de paso, parece que se han convertido en el gran estorbo al que sería conveniente ir eliminando, a través de procedimientos como la eutanasia ( “muerte digna” es la forma de disimularla). Hoy se viene imponiendo, entre la gente de las nuevas generaciones, una especie de hedonismo de la juventud y un epicureismo como sistema de vida, que excluyen todo lo que no sea gratificante para los sentidos, proponiendo la falta de compromisos, la alergia al trabajo, el repudio a la vida familiar o respeto por los demás, quedando todo esto subsumido en una nueva filosofía relativista carente de objetivos metafísicos y de normas éticas y morales. ¡La vida fácil!
Sólo hace unos días hemos tenido ocasión de comprobar lo que se ha hecho de los sentimientos de responsabilidad, cumplimiento del deber, ejercicio ejemplar de una profesión, honor y sensatez. Lo hemos visto en el caso de este trasatlántico que ha sufrido una grave colisión con un escollo que le ha obligado a embarrancar en la costa para evitar males mayores. Aún así, han desaparecido 40 personas y parece que, por ahora, se han registrado entre los pasajeros 5 muertos. Las primeras impresiones de los supervivientes pintan un escenario dramático de improvisaciones, falta de orden y evidente desorganización, por parte de aquellos que tenían el deber de dar ejemplo y de esmerarse en que todos los pasajeros pudieran ponerse a salvo con la máxima diligencia y profesionalidad. La imagen de un coloso de 17 plantas, 290 metros de eslora y 36 de manga con un desplazamiento de114.500 toneladas, inclinado sobre su costado de estribor nos recuerda aquel otro sonado naufragio, el del Titanic un barco del que, un osado incrédulo se atrevió a decir que era tan seguro que “ni Dios podría con él”. En su viaje inaugural chocó con un iceberg y se hundió y, con él, la mayoría de sus pasajeros y tripulación. Pero el capitán se hundió con la nave.
Pero ¿saben ustedes la diferencia entre aquel caso y este que contemplamos ahora? En primer lugar, los medios técnicos de los que disponen estas modernas naves: GPS, Radar, sonares, etc., por entonces eran desconocidos y tenían que ser suplidos con marineros instalados en las cofas de los palos, en la proa de barco y los oficiales de la cabina de mando con sus prismáticos. Según las normas náuticas el capitán de un navío debe ser la última persona en abandonar el barco y, si es preciso, debe hundirse con su nave; algo que ya era una costumbre y una norma entre los capitanes de las naves que, en otros tiempos, se hundían en las profundidades de los océanos. Pero, en el caso que nos ocupa, parece que este “valeroso” lobo de mar consiguió adelantarse a las ratas (primeros pasajeros que, tradicionalmente, abandonan las sentinas de los buques en peligro) para abandonar el barco, dejando tras de sí a la tripulación y los miles de pasajeros que se debatían entre el pánico y la desorientación, en un barco por el que era casi imposible desplazarse. ¡Bravo por este tiburón de agua dulce! Evidentemente, para este personaje su vida, su integridad física estuvo por encima de su deber, su responsabilidad y su honra de marino. El egoísmo apareció otra vez. Este señor, seguramente, vivirá muchos años y seguro que, para él, la opción de haber cumplido con su deber no era la adecuada, aunque su gesto lo condene a soportar, durante el tiempo que le quede de vida, la vergüenza de haber desertado de sus obligaciones como comandante de la nave. Es posible que el materialismo imperante, el que propone que “vale más pájaro en mano que ciento volando” no entienda de hazañas heroicas ni de gestos desinteresados en favor de los demás. Ahora está detenido, mientras el “Costa Concordia”, un buque de valor incalculable, yace sobre su costado con una herida de más de setenta metros. Da lo mismo, para este señor, la deshonra, la cárcel y los muertos, que pesarán sobre su conciencia, son pecata minuta en comparación con el riesgo de perder la vida intentando salvar a los pasajeros y marinos de su nave.
Puede que esté desfasado, que se me llame viejo caduco y que, mi forma de entender la vida, mi apuesta por el honor, la honradez, la solidaridad o la moral y la ética, esté en “demodé”, como se calificaba a mediados del siglo pasado a lo que estaba pasado de moda; no obstante todavía me alegro cuando hay personas que son capaces de jugarse la vida para apartar a dos que se acuchillan entre si o quienes no tienen inconveniente en ceder uno de sus riñones para salvar a otra persona. Será porque soy un nostálgico pero todavía creo en estos valores que parece ser que han entrado en desuso. ¡Qué le vamos a hacer! O, esta es, señores, mi manera de ver las cosas.
Miguel Massanet Bosch
Yo creo que los defasados son los que no apuestan por el honor, la honradez, la solidaridad y la ética y aunque son muchos, también lo son los que muestran actitudes generosas y son capaces de dar uno de sus riñones para salvar la vida de otro.
Los sentimientos de solidaridad en las personas son cada vez más universales. Lo que ocurre es que ese crecimiento es lento y nos hace dudar muchas veces de su existencia la multitud de casos de egoísmo que vemos a nuestro alrededor.