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Un juez que se creyó ser Dios (por Miguel Massanet Bosch)

Publicada el febrero 11, 2012 por admin6567
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El escritor inglés Aldous Leonard Huxley (1.894-1.963), anarquista, fue un personaje extremadamente crítico con los roles sociales, las normas y los ideales, al tiempo que fue un estudioso del misticismo y la parapsicología.  A él le debemos este pensamiento que publicó en sus Ensayos: “Los hombres se crean sus dioses a su propia semejanza”. Estoy convencido de que el pueblo español es de los que tiene una clara tendencia a adorar Becerros de Oro, quizá por el ascendiente judío de muchos de nuestros compatriotas. Un pueblo muy sensible con los débiles; muy exigente con quienes lo dirigen y muy fácil de dejarse arrastrar por la sensiblería, los tópicos, las grandes escenificaciones y, reconozcámoslo, las fábulas de la Cenicienta que llega a casarse con el Príncipe. Por ello, no es de extrañar que, cuando se le presenta un señor, enfundado en el disfraz de Superman, que elije el rol de defensor de los pobres y azote de los ricos, al estilo del bandido Luis Candelas, las mozas se le rindan a sus pies, las madres emitan suspiros melancólicos y los papanatas de las izquierdas le erijan una peana de servilismo, estupidez y sectarismo, sobre la que colocarlo, como un ídolo al que adorar y como un símbolo de lo que debe ser la lucha sempiterna contra el “destructivo” capitalismo y la corrupción de los “ricos”; en los que incluyen a todos los que difieran de su concepción de lo que debe ser la sociedad ideal en la que vivir.

En numerosas ocasiones me pregunto si la sociedad española o, al menos, una parte de ella, está preparada para vivir en democracia. Se han estado quejando durante años de la dictadura del general Franco alegando la “falta de libertad”, la “represión contra gays y lesbianas”, el “apoyo excesivo a la Iglesia católica” y la prohibición de la existencia de partidos políticos. Muy bien, ahora ya no tenemos nada de aquello y podríamos preguntarnos si la situación del país en cuanto a seguridad, al orden; a la diferencia entre ricos y pobres, a la defensa de los derechos de los trabajadores; al respecto de los derechos individuales; a la situación económica; a la ética de nuestras instituciones y gobernantes etc. ¿ha mejorado tal y como esperábamos cuando el país recobró la democracia? Por desgracia, existen indicios claros de que, en muchas cuestiones, la sensación es la de haber retrocedido más que avanzado.

El caso más mediático, que llena las primeras páginas de la prensa, que ocupa espacios enteros en las TV y que se ha convertido en la comidilla de las tertulias; el de la condena al juez Garzón por un delito que, para un juez es, quizá, el más grave de los que pudiera cometer: el de prevaricación (algo que comporta la inhabilitación para ejercer cargo público, en este caso, por 11 años). En lugar de contemplarse desde el respeto hacia el TS y alegrarse de que este ejemplar castigo sea una manifestación de que, en España, a la hora de someterse a la Justicia, no hay diferencias entre españoles, sean ciudadanos de a pie o jueces; resulta que, ni tan siquiera por ignorancia o por temeridad u osadía, sino por algo mucho peor y antidemocrático como son: el sectarismo, los intereses espurios, el desprecio por las normas de convivencia, la falta de respeto por las instituciones públicas, el espíritu anárquico y el desacato a la legislación democrática que nos dimos por medio de la Constitución de 1.978; unos grupos minoritarios pero ruidosos, influyentes en ciertos sectores progresistas y con capacidad para moverse con comodidad por entre los entresijos de la prensa, la política y los mentideros de la cultura –de esa cultura que, curiosamente, huye del más somero análisis racional para refugiarse, intencionadamente, en las más casposas y trasnochadas doctrinas filosóficas, basadas en la lucha de clases y en que siempre, la razón y la fuerza moral están de parte de las izquierdas, porque así lo decidió el infumable Carl Marx –  se han empeñado en hacer su propio juicio paralelo, prescindiendo de pruebas, leyes, procesos y jueces para declarar, con rara unanimidad, que el juez Baltasar Garzón no puede haber cometido prevaricación porque ellos así lo han decidido.

Asusta pensar que, en una democracia, allí donde es el pueblo el que vota, quien elige a sus representantas para que sean ellos los que dicten las normas de convivencia encaminadas a que los ciudadanos podamos convivir en paz, sin matarnos los unos a los otros, sin que el más fuerte se pueda aprovechar del más débil, sin que las minorías puedan imponer, a la fuerza, sus doctrinas al resto de ciudadanos y sin que la educación pueda ser privilegio de los más ricos, entre otras muchas otras cuestiones que justifican la existencia de los tres poderes establecidos por Montesquieu, algo tan fundamental para un Estado democrático que, el sólo fallo de uno de ellos, basta para desequilibrar a todo un país. En este contexto el que, por ideologías políticas, por simpatías personales o por el simple deseo de provocar el caos, la algarada callejera o la atención de la prensa algo que, por desgracia, vienen consiguiendo, no sólo con la española sino que, lamentablemente, con la extranjera; creando confusión y vendiendo como verdades lo que no son más que vulgares las mentiras cargadas de maldad de aquellos, cuyo fin principal, es causar perjuicio a su país, del que esperan conseguir beneficios personales aunque ello contribuya a que, aquellos a los que se envanecen de darles apoyo, los menos favorecidos de la fortuna, sean, a la postre, los más perjudicados por sus irresponsables actuaciones que, normalmente, no llevan más que al fracaso..

El hecho de que, como sucede con los nacionalismos, unas minorías bien organizadas, con una carga ideológica sobredimensionada y con valedores desconocidos que les prestan ayuda y apoyo económico, puedan tener en vilo a todo un gobierno y se permitan, impunemente, insultar, amenazar, influir y poner en la picota a todo el Tribunal Supremo de la nación; no es más que un ataque directo al corazón de la democracia basado, erróneamente, en una llamada libertad de expresión, que está muy bien que se garantice para expresarse, con corrección y argumentos razonados, como una muestra de una opinión y, otra cosa muy distinta es que, una serie de gamberros vociferantes, amparándose en la inmunidad de ser personajes conocidos, representantes de la farándula o de la docencia, se manifiesten ruidosamente, como si fueran un grupo de activistas ácratas, ante la sede del Supremo, pretendiendo ser ellos quienes determinen si el juez, ex juez Garzón, es culpable o no de prevaricación.

Ni es democrático, porque va en contra de lo que han decidido una mayoría aplastante de los españoles; ni se puede consentir porque es un espectáculo deleznable de falta de respeto por las instituciones, y no tiene sentido alguno si no es que queramos contemplarlo desde el punto de vista de la intransigencia, la voluntad de crear un clima de crispación entre la población o, lo que pudiera ser mucho peor, que intenten crear una mala imagen de la Justicia en España en el exterior, con el fin de perjudicar a nuestro gobierno en la tarea de intentar sacarnos del abismo al que los socialistas y ellos mismos, con sus políticas seudo comunistas, nos han llevado. Es la teoría de que: cuanto peor estemos, más desempleo haya y mayor sea el descontento social, mejor irá para iniciar la revolución que tanto tiempo vienen esperando. O esta es, señores, mi forma de valorar estos sucesos.

Miguel Massanet Bosch

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Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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