Editorial (Publicado en El Imparcial, aquí)
“Las cosas que ocurren en España casan muy mal con los estándares europeos y eso nos debería dar mucha vergüenza”. Y lo más explosivo —y esto no lo dijo, pero todos lo sabemos- es que casan muy mal con una sociedad que es abrumadoramente honesta. Estas palabras de Rosa Díez reflejan fielmente la realidad de una clase política española salpicada en exceso por la lacra de la corrupción, con sus dos principales partidos como máximos exponentes. A ellos se refería la líder de UPyD al denunciar una suerte de omertá o pacto de silencio entre PP y PSOE a la hora de no acosarse en exceso con este tema. Esto último no es del todo exacto, por cuanto el PSOE lleva meses sin tener más argumento de oposición que el caso Bárcenas, mientras que el PP alude a los ERE de Andalucía siempre que tiene ocasión.
En cualquier caso, ninguno de los dos tiene mucha autoridad moral para reprochar vergüenzas ajenas cuando las propias son las que son. Tiene razón Rosa Díez al apuntar la necesidad de un cambio estructural en el actual statu quo del funcionamiento de los partidos políticos en España. Hasta que no se limiten los gastos y se impongan medidas reales de transparencia, seguirá habiendo “sobres” en la vida política. No puede ser que Génova y Ferraz sigan siendo una suerte de oficinas de intereses con delegaciones a lo largo y ancho del país.
El actual sistema favorece los casos de corrupción, y no hay más que ver los datos para comprobarlo. A día de hoy, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado mantienen abiertas un total de 171 investigaciones relacionadas con la corrupción. El número de personas investigadas sobrepasa el millar, siendo la prevaricación, el cohecho y la malversación de fondos públicos los delitos más habituales. Y eso es de todo punto inaceptable. O, los partidos toman conciencia de ello e introducen reformas profundas, valerosas y honestas, o lo inaceptable se tornará insoportable y un huracán de indignación se llevará por delante el actual régimen político.