(Publicado en la Vanguardia-Caffe Reggio, aquí)
EL ÁGORA
Resulta llamativo que el contenido de la comparecencia del president de la Generalitat del pasado martes sea considerado como “propaganda” (editorial de El País del miércoles) o como un mero intento de “supervivencia” (editorial de El Mundo del mismo día). Por el contrario, de lo que dijo y de lo que calló Artur Mas podrían extraerse reflexiones mucho más enjundiosas y relevantes. Porque lo de menos son esos 77 objetivos de la legislatura, acompañados de 355 medidas concretas. Lo esencial es que el president limó las aristas más cortantes del planteamiento soberanista que apadrinan CDC y ERC. Y así, descartó una proclamación unilateral de independencia que algunos acariciaban quedamente aunque encallase en el puro simbolismo; consideró la eventual consulta como un “termómetro” del estado de opinión de la sociedad catalana pero sin efectos jurídicos vinculantes y ralentizó la velocidad temeraria con la que algunos pretendían poner fecha a ese hito de tal manera que pareció sugerir que no coincidirá ni con el mitificado 2014 ni será anterior o inmediatamente posterior al referéndum que se celebrará en Escocia en septiembre del año que viene.
Podría parecer que estas puntualizaciones de Mas fueron meras obviedades. En absoluto. Son declaraciones que comienzan a corregir un doble desatino. El primero de ellos consistía –y aún consiste– en la transfusión de energías políticas e ideológicas desde CiU a ERC a tal punto que la federación nacionalista aparecía ya con severos síntomas de anemia. El segundo era un desatino tan peligroso como el anterior porque implicaba anclar la denominada centralidad política de Catalunya en una radicalidad secesionista incompatible con su realidad social, cultural y económica. La emulsión de esos dos graves errores de juicio estaba siendo doblemente aprovechada: por Junqueras y ERC y por el Gobierno central que, en esta crisis de Estado que plantea el órdago soberanista, observaba –y aún lo hace– tantos riesgos de canibalismo en Catalunya que le relevaban de cualquier acción y le instalaban en la omisión expectante sobre el cómo y el cuándo se desharía la cohesión catalana.
Para nadie es un arcano que en poco más de seis meses las cuadernas del galeón catalán crujían en una navegación por mar en galerna permanente. Sin cuentas presupuestarias aprobadas, con UDC fuera del registro independentista, con el catalanismo de izquierdas dividido y con un denominado unionismo que, en sus dimensiones, está adquiriendo músculo político y un prontuario de argumentos solventes, Artur Mas hizo un movimiento correcto que consistió, a fin de cuentas, en prologar la necesaria rectificación que, antes o después, se producirá sobre el planteamiento inicial posterior a la Diada del 2012 y el fiasco electoral del 25-N. La oferta –retórica pero no por ello menos sintomática– de que tanto los republicanos como los socialistas se incorporasen al Govern añadiría una razón más para considerar que la comparecencia del president ha sido de calado, pero que requiere más desarrollo porque, ahora sí que sí, CiU se encuentra en un terreno de nadie: se ha distanciado ostensiblemente de ERC que le negará el respaldo a los presupuestos, pero no ha logrado el acercamiento de los socialistas que, aun admitiendo el derecho a decidir, lo hacen en condiciones radicalmente distintas a las que parecen vigentes: sin predeterminación secesionista y siempre que la consulta se ajuste estrictamente a la legalidad.
Santiago Carrillo afirmó que en política “uno acierta o se equivoca, pero no cabe el arrepentimiento”. Cierto. Pero –sin arrepentimiento, que es sublimación espiritual– cabe la rectificación porque la política es el arte de lo posible y nada hay más patético que un político obtuso ni frase histórica más impotente y escapista que la de Felipe II cuando afirmó aquello de que no había enviado sus galeones a luchar contra los elementos sino a invadir Inglaterra. Rectificar tampoco es regresar al pasado sino resituar la cuestión catalana en unos términos asumibles para la propia Catalunya y para el Estado haciendo verosímil una refundación del estatus catalán en el conjunto español. El cómo y los tiempos corresponden a la alta política que desde Madrid no puede desconocer que en Catalunya se produce una insatisfacción radical –y no sólo de orden financiero– y que desde Barcelona ha de plantearse como un nuevo espacio central que se localiza en un punto intermedio entre el maximalismo independentista y el anacronismo del peix al cove. Queda mucho trayecto todavía para llegar a esa ética de la responsabilidad que es la opuesta a la reclamación de lo imposible. Pero se hace camino al andar como versó Antonio Machado y al que cantó, como a Hernández, el mejor Joan Manuel Serrat.
El efecto Aznar (1)
La asistencia de la vicepresidenta Sáenz de Santamaría a la conferencia de José María Aznar el pasado lunes en el Club Siglo XXI respondió a una inteligente valoración: la política es como una empresa en la que sus gestores han de cuidar a sus grupos de interés, los llamados stakeholders. Aznar y FAES lo son y conectan con corrientes ahora subterráneas pero muy potentes de la derecha española. Rajoy no se la ha jugado y ha preferido el apaciguamiento. Su embajadora plenipotenciaria, la abogada del Estado con más poder político que cualquier otra personalidad haya ostentado en el régimen democrático, cumplimentó al expresidente. Aznar nunca dejó de prestar a Manuel Fraga –que de vez en cuando le incendiaba el patio– la mayor de las consideraciones.
El efecto Aznar (y 2)
Monago no hubiese bajado el tramo autonómico del IRPF en Extremadura sin el paraguas de las palabras de Aznar: la reducción de la carga fiscal como una seña de identidad para la buena gestión por la derecha de la crisis económica. González se ratifica: no va activar en Madrid el impuesto sobre el Patrimonio. En Santander ya están pensando cómo dar réplica a Mérida y Montoro no deja de hablar de bajar los impuestos, mientras Rajoy asegura que no subirá el IVA y ha ordenado que se estudie de qué forma puede adelantarse una reducción parcial del IRPF incrementado en diciembre del 2012 para que los contribuyentes la perciban en el 2014. Ahora sólo falta que haga, además de contabilidad, un poco de política. Se produciría así la consumación del efecto Aznar.