Hubo un tiempo que, España, era aquella nación poco industrializada, en la que los grandes terratenientes eran dueños y señores de los jornaleros que trabajaban, de sol a sol, en sus inmensas fincas. Los derechos de aquellas gentes no eran tenidos en cuenta y la voluntad del amo era, a la vez, imposición indiscutible y sentencia inapelable. Casos tan sangrantes como el de la comarca de Las Hurdes, en Extremadura, donde los hurdanos apenas podían subsistir en las precarias condiciones en las que tenían que sobrevivir, dieron lugar a que, en 1.913 Unamuno, escribiera un artículo denunciado las condiciones sanitarias de sus habitantes El propio doctor Gregorio Marañón, junto a otros doctores, le pidieron al rey Alfonso XIII que visitara aquella mísera región en 1.922 ; no obstante, a pesar de los intentos subsiguientes de promocionar el desarrollo hurdano, los resultados fueron apenas perceptibles; quedando aquella región como ejemplo del atraso medio rural en España. Fue en 1.932, cuando Buñuel, quiso denunciar la insostenible situación de aquellas gentes, en su película "Las Hurdes, tierra sin pan".
Casos tan dramáticos como el de Casas Viejas, provincia de Cádiz, donde, en 1.933, un anarquista y otros familiares, encerrados en una choza de barro, fueron exterminados por las fuerzas de orden público, como represalia de un ataque a la caserna de la Guardia Civil; demuestran el estado de desesperación de unas gentes que nada tenían que perder y que, por tanto, se arriesgaban a morir para intentar defender su derecho a una vida más digna. Pero estamos hablando de la primera parte del siglo XX, de una sociedad en la que las diferencias entre ricos y pobres eran abismales y en las que, tanto los obreros industriales como los campesinos, eran tratados a baqueta y explotados por una clase privilegiada que no era capaz de darse cuenta de que, aquellas profundas desigualdades, no podrían mantenerse y que era sólo cuestión de tiempo que la revolución social explotase bajo sus mismos pies; tal y como sucedió, con las nefastas consecuencias que ello le trajo a España y a todos los que tuvieron que participar en la Guerra Civil española.
Sin embargo, estamos hablando de una parte de nuestra Historia de la que solo quedamos algunos pocos supervivientes; de lo que les ocurrió a nuestros ancestros y que ya ha pasado a formar parte de un pasado que nada tiene que ver con los tiempos actuales en los que vivimos. Los ciudadanos no podemos eternizarnos en nuestras divergencias; no es conveniente para la pacificación interna de un país que las viejas rencillas, las ofensas de antaño y las muertes que tuvieron lugar, en ambos bandos combatientes ( con igual saña y crueldad, en ambos casos); impidan que los españoles nos reconciliemos, que sellemos la paz y nos enfrentemos al futuro ( difícil y problemático), sin que viejos rencores y empecinados deseos de venganza, vengan a poner el lazo negro de la discordia entre los descendientes de los que protagonizaron tan macabros hechos, qué sólo debieran quedar reflejados en las crónicas de aquellos tiempos como un hito que recordar, para que nunca más vuelva a suceder.
Los hay que, a pesar de los años transcurrido, de las distintas vicisitudes por las que hemos debido pasar juntos, del evidente cambio experimentado por la sociedad, tanto en su nueva estructura como en los notables avances sociales que han acompañado a los innegables progresos técnicos, científicos, médicos, económicos y culturales; de modo que, los nietos de aquellos trabajadores sometidos a una situación de semiesclavitud han podido estudiar, sacarse una carrera, mejorar su nivel de vida y, lo más importante de todo, tener su libertad y sus derechos reconocidos en la Constitución.
Eso sí, la naturaleza humana tiene sus misterios y sus contradicciones, y una de ellas es la de nunca conformarse con lo que se tiene, aspirando siempre a mejorar más y conseguir prosperar, sin que para ello exista límite. Los sacrificios, las privaciones y las horas extraordinarias que muchos trabajadores tuvieron que hacer para que sus hijos pudieran estudiar, gozar de un mejor nivel de vida, acudir a la universidad y disponer de un vehículo, algo que, para ellos era impensable conseguir; no ha tenido, en muchos casos, el efecto previsto, incluido el reconocimiento que se podría esperar por parte de estos jóvenes, que se lo han encontrado todo hecho, sin esfuerzo alguno de su parte para conseguirlo; en una cómoda situación que han considerado como un derecho adquirido, como si, el Estado y la sociedad tuvieran la obligación de garantizárselo y, aún más, mejorárselo; sin que, para ello, tuvieran que esforzarse, estudiar, sacrificarse ni asumir los altibajos que los distintos ciclos económicos o las servidumbres que nos impone la vida, como si vivieran en un paraíso creado sólo para ellos.
Por ello, fruto de un odio trasmitido de generación en generación y alimentado por las dos execrables legislaturas de domino socialista, bajo la dirección de un incapaz que se creía un enviado de Dios para que todos los españoles pudiera vivir de las subvenciones y el despilfarro hasta que la dura realidad le hizo apear del burro, sin que ello fuera óbice para que dejara a España hecha unos zorros. La famosa Ley de Memoria Histórica y las vergonzosas actuaciones de algunos fiscales y jueces, empeñados en resucitar la II República, han vuelto a destapar los viejos rencores, las enterradas disensiones y los instintos de revancha que todos creíamos que, con la restauración de la democracia, habían quedado olvidado. No ha sido así y ahora todos pagamos las consecuencias de este nuevo renacer de lo que fueron las dos Españas.
Y aquí tenemos en estos eternos descontentos, estos miembros de la vieja guardia izquierdista; estos infectados de reconcomio contra los frailes, los cristianos, la religión, la derecha y todo aquello que no sea la venganza, tanto tiempo esperada, en contra de aquellos que siempre han considerados su enemigos y con los cuales, si pudieran, no dudarían en descargar toda la fuerza de su despecho. Huraños, macilentos, sañudos e intolerantes, son capaces de mostrarnos en su faz, en su expresión y en su ceñuda mirada aquella misma expresión de odio frío y cruel de aquellos que sembraron el terror en las calles de Barcelona Madrid. Contemplen, señores, y díganme si son capaces de ver un asomo de alegría, de buen rollo, de relajación o de simpatía en las expresiones de estos conocidos personajes de la izquierda más casposa, como son los señores Wioming, Sacristán, los Juan Diego, Iñaki Gabilondo o el conspicuo y siempre indignado, señor Llamazares.
Una izquierda triste, desorientada, carente de otros argumentos que no sean los habituales tics anticlericales, las bufonadas sobre el Papa o la constante crítica hacia la derecha y su gobierno; algo que, curiosamente, se contradice con la pasividad, la complacencia, el apoyo y la falta de crítica con el gobierno de Rodríguez Zapatero, que consiguió la poco recomendable hazaña de dejar a nuestro país al borde del abismo económico y con más de cinco millones de parados. O así es, señores, como veo yo a estos que se han erigido en los defensores de los "valores" de aquellos viejos comunistas que llevaron al país a la peor de las masacres.
Miguel Massanet Bosch