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El Papa Francisco: un currante en el Vaticano (por Miguel Massanet Bosch)

Publicada el julio 24, 2013 por admin6567
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"No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana de la Revolución y de la impiedad" San Pío X.

 

Puede que los católicos, todavía encasillados en las viejas e inmutables estructuras eclesiales, atados a los rituales y a los fastos de las grandes celebraciones religiosas; poco acostumbrados a ver a "sanfranciscos" pulular por nuestra iglesias y siempre temerosos de no poder superar nuestros pecados, aquellos terribles pecados de la carne que tanto nos agobiaron, durante los años de nuestra juventud, aquellos contra los que nos veíamos impotentes y que, hogaño, parece como si hubieran quedado relegados a la trastienda del penitenciario, arrinconados y desmerecidos ante los nuevos pecados contra el prójimo, los antisociales, más dañinos y, por supuesto, menos justificables para un católico, por lo que comportan de desprecio hacia nuestros propios hermanos, los hombres y las mujeres con los que convivimos. Pecados sociales que no son más que el incumplimiento de aquel mandamiento que nos decía: "amarás a tu prójimo como a ti mismo".

Y digo todo esto porque se ha producido un hecho trascendental para los creyentes, ante el cual, algunos de nosotros, todavía no hemos podido reaccionar y salir de nuestro asombro Un doble y especial acontecimiento que, simultáneamente, se ha producido entre las paredes del Vaticano. La renuncia del papa Benedicto XVI a su pontificado y el acceso al papado, para sustituirlo, del jesuita innovador, papa Francisco I. Un acontecimiento que, por si solo, ha conseguido hacer renacer las esperanzas de muchos cristianos perdidos y desorientados entre las contradicciones de un aparente inmovilismo de la Iglesia milenaria; un anquilosamiento de una curia errante y unas disputas irreconciliables entre los conservadores a ultranza y aquellas corrientes innovadoras que han venido rozando el cisma por sus adelantadas teorías, en muchas ocasiones en contradicción con la doctrina oficial de la Iglesia romana.

En todo caso, no se puede ignorar el profundo cambio experimentado por la sociedad en poco menos de un siglo. Es innegable que, en menos de cien años, la humanidad se ha visto obligada a asimilar avances de todo orden que han superado los que tuvo que ir conociendo a lo largo de dos milenios. El brutal cambio al que nos han llevado los recientes descubrimientos; los avances técnicos; los hallazgos científicos; los experimentos biológicos; los adelantos médicos y los grandes retos derivados del desarrollo de la ciencias digitales, especialmente en lo que hace referencia a las comunicaciones, la robótica, la informática y la ofimática, que ha conseguido poner patas arriba el mundo del trabajo y de la producción, a la vez que ha creado una verdadera revolución social; con las preocupantes secuelas consistentes en una drástica reducción de puestos de trabajo y, por el contrario, en la necesidad de mano de obra especializada, requerida para poder utilizar las nuevas tecnologías. Los avances en los procesos productivos traen, de inmediato, dos consecuencias: la eliminación de tareas realizadas por el esfuerzo humano y la necesidad de especialización para ocupar los nuevos puestos derivados de las nuevas técnicas.

Así pues, por una parte, el hecho, insólito y gratificante, de que el papa Benedicto XVI, abrumado por sus dolencias y consciente de que la Iglesia católica necesitaba de una mano firme, capaz de poner orden en las viejas estructuras eclesiales, remover las alfombras de las estancias vaticanas, abrir las ventanas para ventilar los aposentos pontificios y entrar a saco en los rincones, desvanes, sótanos y alcantarillas de la curia vaticana, para eliminar de todos ellos las costras y detritus acumulados a través de los años, a causa de la incuria de legiones de frailes y laicos, más apegados a la codicia y a las regalías terrenales que a cumplir con el verdadero espíritu de la Iglesia de Cristo, sin duda, más orientada a la conversión misionera, a la caridad, la lucha contra pobreza, y la predicación de la buena nueva que a prestar atención a las cuestiones administrativas que todo ello comporta y que, desgraciadamente, siempre han conseguido atraer a indeseables dispuestos a hacerse con el manejo de las riquezas de las que siempre se consigue sacar algo, aunque fuere por medio de malas artes. Y es que, señores, a este enorme edificio renacentista formado por la Basílica de San Pedro y edificaciones anexas, siempre le ha rodeado un halo de misterio que lo ha convertido en lugar de supuestas conspiraciones palaciegas, intrigas sectarias y confabulaciones político-religiosas.

El Papa Benedicto XVI tuvo la clarividencia de percatarse a tiempo de que no estaba en condiciones de luchar solo contra todo el entramado de la curia romana y tomó el camino que el Señor le indicó; renunciando a su cargo, dejándoselo a una persona providencial, el Papa Francisco, que no quería ser Papa, que venía de una diócesis humilde de Buenos Aires y que ya conocía los modos y las formas de los poderosos, entre otros, los de la impulsiva y desconcertante señora Fernández Kirshner. Nadie fue capaz de ver en aquel modesto jesuita, en un principio hierático pontífice, que se asomó al balcón del Vaticano sin la Tiara pontificia y pidiendo perdón a la audiencia; a la persona providencial que Dios había escogido para poner orden en su Iglesia. Empezaba otra era, un obispo argentino que, con sus gestos, pronto dejó claro que no estaba dispuesto a someterse a imposiciones de protocolo ni a las "sugerencias" de los cardenales de la curia romana, que intentaban enseñarle el camino a seguir, como hicieron con los otros que le precedieron. Un revulsivo que, seguramente, no tardó en levantar ampollas en aquellos que hubieran pensado que era otro papa fácil de dirigir y de mantener alejado de los espurios negocios que tenían lugar en las finanzas del propio estado Vaticano; un ejemplo de ellos, y no el menor, el feo asunto del Banco Ambrosiano y todas sus connotaciones mafiosas.

Un Papa que se niega a ocupar los regios aposentos del Vaticano, que carga con sus pertenencias, que acude a orar en la capilla y se sitúa en el último lugar, detrás del resto de los fieles; que rechaza ir en coche blindado y que se apea del vehículo que lo lleva para saludar a una persona imposibilitada, besar a un niño o darle la mano a una señora alborozada, señores no es lo que acostumbramos a ver. Un Papa que renuncia a todos los símbolos de su pontificado, que huye de ponerse la tiara siempre que puede y que ha convertido a su antecesor en el cargo en su amigo y consejero, no es uno de los papas que hemos tenido ocasión de conocer a lo largo de nuestra ya prolongada existencia. Un Papa que ha encargado a sacerdotes, obispos y expertos de fuera de la curia romana la investigación, la fiscalización y la puesta en orden de las finanzas vaticanas sabiendo que, con toda probabilidad, van a salir a relucir operaciones que van a poner en cuestión la honorabilidad de quienes fueran sus dirigentes y a sacar los colores a más de uno de los viejos cardenales de la curia; es un Papa que no se deja doblegar, aún sabiendo que va a resultar una persona incómoda para más de uno de los peces gordos del establishment vaticano.

Puede que el Papa Francisco, si Dios le conserva la vida y las energías para la tarea que tiene por delante, va a ser el verdadero artífice de la profunda regeneración de la que está precisada la Iglesia Católica del Siglo XXI. Es evidente que la Iglesia de Cristo siempre ha sido la de los pobres, los necesitados, los enfermos y los infelices. Un papa de corte franciscano, ajeno a las tentaciones del lujo, la ostentación, el reconocimiento humano y la riqueza, como hemos encontrado en la persona de monseñor Bergoglio, el papa Francisco I, puede que sea el gran innovador que consiga sacar a la vieja Iglesia romana del estancamiento en el que ha caído durante los últimos años; el que sepa vigorizarla y devolverla a lo que fueron sus orígenes, una iglesia de la caridad, el amor y la pobreza. O este sería, señores, mi deseo.

Miguel Massanet Bosch

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Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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