
Hasta ayer, día que eligió el ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García-Margallo, para decir que la convocatoria ha sido un éxito y proponer reformas pararevertir la desafección. ¿Un éxito? Quien se ha parado a contar y comparar llega a la conclusión de que no lo ha sido desde ningún punto de vista. Como no es posible – metáforas al margen – escuchar a las mayorías silenciosas, este tipo de movilizaciones sólo triunfan si cunde la impresión de que han triunfado. García-Margallo se ha puesto manos a la obra. El ministro de Exteriores ya habla de Cataluña como si no fuera parte de España. Sólo le falta abrir una embajada en Barcelona.
En el fondo, da toda la impresión de que el Gobierno aceptó hace meses la derrota del Estado, y que desde entonces está gestionando al más puro estilo de la casa – a puerta cerrada y sin rendir cuentas – una salida digna no sólo para Artur Mas, como suele decirse, sino también para Mariano Rajoy. Así, las palabras de Margallo no serían sino la expresión de algo asumido ya hace tiempo. De hecho, es probable que en Moncloa no entiendan lo que ocurre como algo esencialmente ajeno al espíritu de la democracia española: el nacionalismo tiene la sartén por el mango y gobernar España consiste, simplemente, en administrar la derrota de la igualdad y del Estado de Derecho frente al espíritu de la tribu.
¿Cómo salir de esto? Primero dejando claro – y no sólo retóricamente – que no hay alternativa al cumplimiento de la ley. Y segundo, impugnando los términos del discurso. Por ejemplo, se podría hablar menos de Cataluña y España y más de los ciudadanos que viven en Cataluña y los que viven en otras partes del país. Hablemos de ciudadanía, de derechos, de servicios públicos. Aceptemos que todo el mundo tiene sentimientos para no tener que estar discutiendo todo el día sobre ellos. Rechacemos los tópicos estúpidos sobre territorios productivos y regiones subvencionadas y las simplificaciones insultantes.
Si hoy en día este discurso cívico se confunde con el silencio es porque ha estado marginado durante 35 años. El bipartidismo aceptó jugar en el campo, con las reglas y con el árbitro del nacionalismo, así que no es de extrañar que García-Margallo termine marcando goles en su propia portería: a estas alturas ya no sabe cuál es. Pero remontar podría no ser tan difícil como parece. Al llevar el pulso tan lejos, cada vez resulta más claro que en democracia hay que elegir entre delirios colectivos y derechos individuales. Si se dan a la mayoría silenciosa los argumentos necesarios se descubrirá que la elección es sencilla. Por ello se esfuerza todos los días UPyD, que, al contrario que el Gobierno, se niega a ser un eslabón más en la cadena.