(Publicado en La Vanguardia-Caffe Reggio, aquí)
La política partidaria ha sido interpelada en los últimos tiempos reclamando que emocione a la gente, que sea permeable a las demandas y a los sentimientos de los ciudadanos aportando cercanía y calidez en el desempeño de la tarea pública. Que salga de los despachos y las reuniones a puerta cerrada al encuentro con jóvenes y mayores. Pero es más que dudoso que la política que ha convertido los grandes mítines en encuentros de pequeño formato con sus incondicionales, sea en recinto cerrado sea en cualquier esquina o plaza, esté conmoviendo a alguien. Que la utilización de las redes sociales para dar a conocer sus decisiones o alinear a propios y adversarios en un torrente ininterrumpido de mensajes previsibles tenga mucho que ver con las emociones requeridas. Emociones que quedan anuladas cuando esos mismos que se hacen vídeos o tuitean parecen deleitarse unas veces y sufrir en otras con juegos tácticos e invectivas.
Visto desde otro ángulo, las emociones que pudieran despertar entre los entusiastas generan efectos reactivos en el resto de la sociedad. Cuando un líder partidario logra el fervor de sus seguidores con una frase ocurrente, con un emplazamiento al otro, o con su insistente utilización de la primera persona del singular y del plural, es seguro que habrá mucha gente experimentando emociones de aversión hacia él. Basta ver cómo el binomio aceptación/rechazo deja en mal lugar de la opinión pública a dirigentes incontestados en sus respectivas organizaciones. Tal es el caso de Mariano Rajoy y de Pablo Iglesias. Todo liderazgo desafiante, en las distintas variantes de la arrogancia, provoca el desagrado entre quienes no pertenecen a las filas propias, y más de una incomodidad también en estas.
El ruido ambiente no genera emoción, aunque permite eludir el juicio sobre propuestas programáticas, sobre su viabilidad y sobre su coherencia. Es el recurso de una política apocada que, si acaso, se evade de responsabilidades enarbolando proclamas que, de tan repetidas, tampoco emocionan a nadie. Proclamas contra la derecha austericida, contra el comunismo acechante o contra el socialismo inepto. Todos los dirigentes y todos los candidatos dedican una línea de su discurso a señalar que lo suyo es atender los problemas de los ciudadanos, para a continuación hablar únicamente de lo suyo.
Las propias expectativas de cambio, que pudieron estar presentes en vísperas del 20-D, se han visto tan defraudadas que las constantes apelaciones a la “ilusión” suenan ahora forzadas. Sus pretendidos protagonistas se abrazan fingiendo emoción y hasta mostrándose alborozados, pero no son capaces de contagiar lo que ellos mismos han convertido en poses calculadas más para descolocar a los adversarios que para entusiasmar a sus seguidores. El cambio es, si acaso, una opción política indeterminada y poco emocionante, sujeta a la elevada carga de escepticismo que han introducido los cuatro meses de la XI Legislatura. Hasta las perspectivas que ofrecía la alternancia en tiempos del bipartidismo llegaron a ser algunas veces más emocionantes que el abigarrado escenario partidario actual.
No hay emoción porque no estamos en una segunda transición, aunque son indudables las transformaciones que ha experimentado el arco parlamentario. La transición supuso nada menos que la Libertad, así con mayúsculas, aunque algunos no se lo crean. Mientras que hoy la regeneración democrática queda como un sucedáneo en boca incluso de quienes no acaban de dejar atrás la corrupción, o de quienes se incomodan ante la división de poderes, o de aquellos que reclaman transparencia a los demás. No hay emoción porque no se cuenta con una propuesta transversal ni, por ello, con un liderazgo capaz de ir más allá de las propias siglas y algún voto prestado. La emoción implicaría salirse de lo rutinario, y aunque la política se ha vuelto entretenida en tanto que espectáculo, en el fondo está volviendo a lo que era y en su peor versión, a pesar de las selfies y los mensajes de 140 caracteres.
Incluso hay un aspecto en la escenificación actual de la política partidaria que hiere emociones. Se produce cuando cualquier portavoz con pinta de no haberle pasado nunca nada osa dirigirse al público con ademán de controlar perfectamente la situación. Esta nueva épica resulta a veces irritante, y sale en pantalla a diario, bien sea arengando a las tropas propias, bien arremetiendo contra el enemigo, como si la victoria estuviera a su alcance siempre que las cosas ocurran tal cual las predice el personaje televisivo.
Algo que, de producir alguna emoción, no sería favorable a los intereses de los nuevos héroes.