(Publicado en La Vanguardia-Caffe Reggio, aquí)
Existe una falta más imperdonable que la corrupción: la incongruencia moral
Es ya un tópico hablar de ello: todos los partidos de la España democrática han estado, como el de Pujol, sobrecargados de militantes de aparente fervor ideológico pero dispuestos a aceptar giros tácticos en un sentido y en el contrario. Militantes partidarios no de transformar el país de acuerdo con los principios de su organización, sino de ocupar puestos confortables o, en el mejor de los casos, interesantes. Es archisabido: los partidos verticales han corrompido la política en el doble significado de la expresión (corrupción de la democracia representativa; y apropiación del dinero público). La mayoría de las instituciones, salvo los ayuntamientos (que notan la presión directa de la ciudadanía), han sido ocupadas por individuos obedientes, aduladores del líder, cuya principal preocupación no es transformar la sociedad, sino ocupar una plaza bien remunerada (sin olvidar las obscenas pagas extras que, a pesar de la crítica situación económica, no han desaparecido).
Todos los partidos funcionan de manera similar (incluso los puristas que, antes de entrar en las instituciones, tan críticos son con tal estado de cosas). En todos los partidos han fructificado la doble contabilidad, el comercio espurio entre política y negocios, el nepotismo, las subvenciones opacas, los pagos de favores, la compraventa de voluntades, la conversión del bien público en bien privado.
El mayor error del catalanismo ha sido la superioridad moral. Este error lo cometió antes el PSOE, que reapareció en democracia como el impoluto partido del pueblo, distante de los vicios del franquismo, enviando por definición a los partidos de derecha al infierno de la deshonestidad. Al cabo de pocos años, ya se le descubrían al PSOE comportamientos obscenos: miserias humanas que revelaban una desvergüenza colosal. Existe una falta política más imperdonable que la corrupción: la incongruencia moral.
En este error cayó el catalanismo, que se olvidó demasiado pronto de leer a Espriu. En contra de lo que muchos piensan (quizá también Pujol), Espriu no escribió tan sólo La pell de brau. En prosa y en poesía, publicó impiadosos textos sobre la autocomplacencia catalana, sobre la estúpida creencia de que, además de trabajadores y amantes de nuestra lengua (de lo que Espriu dudaba), estamos libres de los vicios hispánicos. “¡Campeones mundiales de cretinismo!”, así nos describe Espriu en el cuento El país moribund.
Para todos los que se han tragado la pretenciosa fábula de que los catalanes somos los europeos de una España condenada a la africanidad, gente que nunca producimos caspa, laboriosas hormigas en la Iberia de las cigarras, demócratas y productivos abrumados por unos inflexibles vecinos corruptos, para todos estos catalanes la confesión de Pujol (sin duda uno de los catalanes más notables) es como un latigazo de realidad: una cruel lección de modestia.