El PSOE lleva años proclamando su compromiso con la regeneración democrática, la transparencia y la ética pública. Sin embargo, los hechos se empeñan en desmontar ese discurso. La larga lista de escándalos que salpican al partido evidencia que, en demasiadas ocasiones, el socialismo español ha confundido el poder con el privilegio y las instituciones con el patrimonio de partido.
El caso de los ERE en Andalucía es, sin duda, el ejemplo más sonrojante. Más de 680 millones de euros destinados a ayudas para desempleados terminaron engullidos por un entramado clientelar que se perpetuó durante años bajo gobiernos socialistas. Altos cargos, intermediarios y políticos utilizaron esos fondos para alimentar una red de favores y prebendas que, durante décadas, sostuvo al PSOE en el poder en Andalucía.
Los expresidentes Manuel Chaves y José Antonio Griñán, condenados por malversación y prevaricación, representan el símbolo de un partido que, en su feudo histórico, confundió la gestión pública con la administración privada de recursos públicos.
Pero el socialismo español comenzó a escribir su historia negra mucho antes. En los años 90, la trama Filesa destapó un sofisticado sistema de financiación ilegal, con empresas pantalla, facturas falsas y dinero desviado para financiar campañas. Fue un golpe demoledor a la credibilidad del PSOE, que por entonces gobernaba con mayoría absoluta y que había hecho bandera de la modernización democrática tras la Transición.
Filesa, junto a casos como Time-Export o Malesa, evidenció que los viejos vicios de la política española no desaparecieron con la democracia; simplemente, adoptaron nuevas formas.
Más recientemente, la trama Mediador, conocida popularmente como el caso del Tito Berni, ha añadido una nota de esperpento a este historial. Un diputado socialista, Juan Bernardo Fuentes, participó presuntamente en una red de comisiones, fiestas, prostitutas y drogas, en un escándalo que ha dejado en evidencia no solo a los implicados, sino también la débil capacidad del PSOE para anticiparse y depurar responsabilidades internas.
El partido reaccionó, sí, pero tarde y arrastrado por la presión mediática. Y una vez más, el discurso oficial fue el habitual: casos aislados, actuación ejemplar… hasta que la realidad demuestra lo contrario.
Lo preocupante no es solo la sucesión de casos, sino la cultura política que los permite. La confusión entre partido e instituciones, el clientelismo estructural, la falta de controles internos y el blindaje político han sido, durante demasiado tiempo, parte de la normalidad en las filas socialistas. Y cuando un partido gobierna de forma casi ininterrumpida en determinados territorios, como ha ocurrido en Andalucía o Extremadura, los mecanismos de control democrático se debilitan peligrosamente.
Mientras tanto, el PSOE se ha presentado como adalid de la limpieza democrática, censurando con dureza los escándalos del PP —con toda la razón en muchos casos—, pero sin hacer autocrítica profunda sobre su propio historial. Esa doble vara de medir alimenta el descrédito general de la política y ahonda la desafección ciudadana.
El PSOE tiene una asignatura pendiente con la regeneración interna y el respeto escrupuloso a la legalidad. Los escándalos que han marcado su trayectoria no son episodios aislados, sino síntomas de una manera de entender el poder que choca frontalmente con los principios democráticos que el partido dice defender.
Si de verdad quiere recuperar la credibilidad, no basta con señalar a la justicia o depurar a los implicados cuando ya es inevitable. Hace falta una renovación profunda que, a la luz de los hechos, sigue sin llegar.